Guillermo Francella: "Me han regalado una infancia inolvidable. Cualquier chico que hubiera crecido rodeado de mi familia, hubiese sido feliz"

El secreto está en los ojos: en el fondo de esa mirada límpida y oceánica están el recuerdo de una niñez plácida y el abrigo de los padres, la vida al aire libre en clubes de barrio y los ravioles caseros de la abuela, la infancia soleada, tibia, dichosa. La felicidad de estar juntos, uno al resguardo del otro, al amparo de las crueldades y los dolores del mundo.

El secreto está en ese hogar de clase media que le dio cobijo de una vez y para siempre, porque es durante la infancia cuando se fraguan las soledades, pero también cuando se empieza a soñar un porvenir diáfano y venturoso. Está en la casa de Beccar -o en el recuerdo que tiene de ella-, donde la risa lo protegía de cualquier amargura y donde aprendió a llevar con naturalidad (y con disfrute) el privilegio de ser feliz.

Tan sólo la muerte prematura de su padre -tan sólo eso: el mundo desmoronándose de un solo golpe- puso bajo amenaza ese estado de cosas. Pero fueron más fuertes las certezas. Y fueron legado la risa y el histrionismo, que Guillermo Francellahizo suyos para inscribirse entre los mejores comediantes de la Argentina , el hombre capaz de hacer reír a un país y -algo indispensable para la industria- uno de los pocos que con su sola presencia asegura un éxito de taquilla.

Ese extenso itinerario como actor lo llevó desde la pícara y a la vez inocente juvenilia de sus primeros films (hecha de bañeros, extermineitors y brigadas cola, destinados a un público popular) hasta sus trabajos más recientes en cine (El secreto de sus ojos ), en teatro (Los productores, Los reyes de la risa) y en televisión (El hombre de tu vida), en todos los cuales dio cuenta de su madurez interpretativa.

Cuando llega a la cita, Francella luce impecable. Lleva puesto un suéter blanco y un pantalón marrón, pero más que la indumentaria pulcra y elegante llaman la atención su postura atildada y su modo de hablar, profesional y sin tropiezos, aun a riesgo de ser algo frío o distante. En su expresión educada y en algunas citas (Borges, Bioy, el neorrealismo italiano), se nota la dedicación de un miembro de la clase media argentina que ha trabajado mucho para crecer socialmente, como le enseñó la corriente inmigratoria a la que pertenece.

¿Tenías algún sueño con el oficio cuando estudiaste periodismo?

-No, quería estudiar teatro, pero mi papá quiso que buscase algo más consistente. Sentí que el periodismo tenía alguna proximidad con lo teatral. Yo quería estudiar teatro desde el fin del secundario. Hicimos una obra de teatro para recolectar fondos, que duró una sola función. Pero seguí estudiando, asociándome con compañeros para hacer obras breves, y la vocación fue afirmándose.

Tu primera formación fue como espectador de cine italiano. ¿Dónde tomaste contacto con él?

-En los cines de la Zona Norte: el California de Beccar, el Astro y el Bristol de Martínez, el Centenario de San Isidro, el York de Olivos. Esas películas me causaron un enorme impacto. El humor, los contenidos que estaban detrás de ese humor, el compromiso social. Como actor, yo me reconocí rápidamente en lo gestual, sentía que había algo de mí mismo en el lenguaje corporal de esos grandes actores italianos. Alberto Sordi a la cabeza, y después todos los demás: Nino Manfredi, Ugo Tognazzi, Marcello [Mastroiani], Vittorio Gassman. Pero había algo en Sordi que me conmovía mucho. Me eduqué con esas películas: Nos habíamos amado tanto, Una giornata molto particolare, Amici miei, La armada Brancaleone. Feos, sucios y malos, tantas más. Con directores como Mario Monicelli, Vittorio De Sica, Dino Risi, Ettore Scola. Ésa es mi gran escuela actoral, no tanto las academias. Después admiré mucho, por razones completamente opuestas, a Peter Sellers: su economía, su discreción, la máscara inmutable.

Yo tengo muy buen sentido del humor. Es cierto que a los humoristas o a los comediantes suele describírselos como personas más amargas, o más tristes. No es mi caso.

En el amor por lo italiano estaba la raíz familiar.

-Claro, el abuelito de Cosenza, de un pueblito llamado Falconara. Hace un tiempo fuimos con mi hermano al Hotel de los Inmigrantes, acá en Buenos Aires. Fue tan conmovedor. Puro cine. Llevamos el documento de mi abuelo para buscar sus orígenes. Ahí estaba el abuelito: Doménico Frangella, el apellido mal escrito, como sucedía tantas veces, le pusieron la c. Tuvimos en nuestras manos el documento que da testimonio de su desembarco en Buenos Aires. Doménico Frangella, 17 años, de profesiónbracciante -es decir, peón o asistente de albañil-, llegado desde Génova. Era 1892, quizá algún año más. Es el principio de todo.

La comedia, en tu caso, no parece haber venido a reparar una herida. No es la tuya la historia de un payaso triste.

-Yo tengo muy buen sentido del humor. Es cierto que a los humoristas o a los comediantes suele describírselos como personas más amargas, o más tristes. No es mi caso. El humor ocurrió de modo azaroso. Yo soñaba con ser actor. El primer rol que me dieron tenía un toquecito de humor, y el siguiente también. Pero fue casual ese destino, aunque coincidió con cierta inclinación natural.

¿Soñabas con un príncipe Hamlet en tus días de estudiante?

-No, sólo quería actuar. Con el tiempo apareció la necesidad de tocar un gran texto. Los clásicos. Pero no: en el comienzo sólo quería tener en mí la verdad suficiente para poder ser otro frente a una cámara o en escena.

¿Y llegaste a tocar un gran texto?

-El clásico no le he hecho aún. Discépolo, Goldoni. Me gustaría hacer algo nuestro, un Stéfano.

El encuentro de la raíz italiana con lo nuestro. El grotesco uniendo ambos mundos.

-Sí, claro. No un Macbeth. La persona que se nos acaba de ir, Alfredo Alcón, solía decirme que había que desacralizar los clásicos. Respetarlos, por supuesto, pero desdramatizarlos.

Con Alfredo me unió luego una amistad, cuando hicimos Los reyes de la risa. Tenía un humor, una picardía, era un atorrante hermoso, inesperadamente bello.

¿Qué fue encontrarte con Alfredo?

-Algo muy grande para mí. Estoy muy triste de que ya no esté. De muy pibe iba a verlo en teatro, y también a Luis Brandoni. Con Alfredo me unió luego una amistad, cuando hicimos Los reyes de la risa. Tenía un humor, una picardía, era un atorrante hermoso, inesperadamente bello. Él quiso que yo lo acompañase cuando decidió hacer comedia. Fue una de las cosas más hermosas que me sucedió en la profesión. Durante dos años, compartí la vida de manera diaria.

¿Cómo nació el rito de la despedida final?

-Ocurrió, simplemente. Desde que se enfermó, yo lo visité asiduamente en las clínicas donde estuvo y después en su casa. Ya sabíamos que se nos iba. Pablo Kompel me llamó a las 12 de la noche. Estamos en la casa del Alfred, me dijo, hay un par de actores, y fui para allá. Estuvimos todos acompañándonos, en su balcón terraza, y acompañándolo a él: Joaquín Furriel, Peto Menahem, Nicolás Cabré, Juan Gil Navarro, Adrián y yo. Jorge, por supuesto, su compañero de toda la vida. No era tristeza lo que allí había, quizá la melancolía de saber que no estaría más entre nosotros. Nos reímos mucho recordando momentos hermosos que compartimos con Alfredo. De pronto, alguno se levantaba, se acercaba a la cama, le daba un besito, y volvía. Nos fuimos a las tres de la madrugada, a las cuatro y media falleció.

¿Qué te ha sucedido con el crecimiento de estos últimos años?

-No fue azaroso. Fue una búsqueda lenta, pero firme. Tenía ganas de tocar otros contenidos. Sabía que era muy respetado, pero no me convocaban. Empecé a tocar cuerdas nuevas: hace diez años, una comedia musical con Enrique Pinti (Los productores) expandió los límites. Me preparé un año entero, debía cantar y bailar. Me encantó la posibilidad de hacer algo nuevo. Después llegó la oportunidad del cine mexicano con Rudy y Cursi, con Carlos Cuarón, Guillermo Del Toro y Alejandro González Iñárritu. Hice un casting como en los tiempos de la adolescencia. Se empezó a abrir la televisión. Pude trabajar con Alfredo, con Beto Brandoni en El hombre de tu vida. Con directores tan distintos entre sí. Estoy feliz con el lugar donde estoy. Lo deseé mucho tiempo. He recorrido un camino largo, qué no he hecho. Pero me siento pleno, en equilibrio.

¿Detrás de ese equilibrio hay una mujer?

-Mi compañera de toda la vida, María Inés. Era muy jovencita cuando la conocí, era azafata. Con un gran sentido de la familia, como yo. Cumplimos veinticinco años de casados.

Casados con hijos.

-Nicolás y Joana, claro. De 22 y 20 años. Hemos conseguido formar una familia muy sólida. Muy mancomunados, todos. Con mucho respeto mutuo. Con nuestros padres, nuestros hermanos. Ella no llego a conocer a mi padre, que murió muy jovencito.

¿Tus hijos crecieron en camarines?

-Sí, han dormido en el moisés en un rincón del camarín, o en el bullicio de los restaurantes, adonde los actores solemos ir después de la función. Y los dos terminaron dedicándose al teatro. Joana es quien siempre estudió actuación con convicción. Lo de Nicolás fue más azaroso, muy grato: teníamos en casa un actor de verdad. Estudiaba publicidad y teatro. Marcos Carnevale le quiso hacer una audición para Corazón de leóny el resultado fue sorprendente.

Debe de haber sido extraño compartir la actuación con tu hijo.

-Conseguimos resolver lo que en principio es una dificultad. Cuando Marcos le dio el papel, empezó un momento raro, es cierto. Quiero que lo dirijas vos, le dije, pero yo lo tengo todo el día en casa, quiero pasar letra con él. No lo taladres, me dijo.. Al comienzo, estaba un poco durito. Así vas muerto, le dije. Después, se soltó. Creo que les he pasado por vía intravenosa todo lo que sé. Más allá de la gestualidad que les ha llegado por los genes. A Nicolás siempre le pido que en lo interpretativo busque ser verosímil, que tenga verdad, que me mire y se conecte. Pasamos mucho tiempo ensayando juntos. Cuando llegamos al set, fue todo de una paz conmovedora.

Era estar en casa.

-Sí, era estar en casa. Inolvidable. Ahora estoy transitando un camino parecido con Joana. No quiere pasar letra conmigo. Me hace reír: tengo dos mochilas, me dice, no ya la de mi padre, sino la de mi hermano. Estuvo estudiando intensivamente un mes en el Actor's Studio, la escuela de Lee Strasberg, en Nueva York. La acompañamos. Tiene un brillo propio que me gusta mucho.

Además de la alimentación por vía intravenosa, ¿les ponías a la mano libros o películas?

-He sido un buen lector, pero ellos no. Recién ahora comenzaron a leer. Desde que eran muy chicos les di libros o películas. Qué no hemos visto. Todo Disney y Pixar, por supuesto. Pero también comedias italianas, que ellos miran como se mira una antigüedad. Hace poco vimos Un diffeto di famiglia, con Manfredi y Lino Banfi. Es la historia de dos hermanos enfrentados por la homosexualidad de uno de ellos: Manfredi, con una capelina, una loca hermosa. En un momento hay un plano corto sobre el rostro de Manfredi. Le dije a Nicolás: Al Pacino, Jack Nicholson y Robert De Niro, juntos, no logran esto. Hay tanta verdad en ese instante. La vida misma en escena, sin artificios. No hay técnica de interpretación ahí; hay un trabajo visceral, que es lo que tanto amo yo. Siempre les recomiendo cosas, sí. Hace un tiempo vimos Los niños del cielo [de Majid Majidi], una película iraní que es la historia pequeña de dos hermanitos obligados a compartir un par de zapatos. De una ternura inmensa, nos emocionamos hasta las lágrimas.

¿Tus lecturas?

-De joven, cuentos; después, novela. Bioy Casares, Borges . Mucho teatro, por supuesto.

La literatura, el cine, el teatro, todo es una construcción personal. Porque en tu casa no había grandes intereses culturales.

-No, mis padres no tenían un interés particular en esos temas. Sí nos estimulaban a explorar aquello que nos interesaba. Eran muy abiertos, con una intuición fenomenal. Amorosos con sus hijos.

¿Qué edad tenías cuando murió tu padre?

-Tenía 26 años. No estaba preparado para ese golpe. Se me fue muy jovencito, a los 60 años. Nos mató. Siempre fue una fuente de consulta. El papá de la honestidad, del respeto. Fue tan raro vivir sin un papá. De ése papá: gran compañero, gran amigo. Cuando debía empezar a devolverle todo lo que me había regalado, cuando yo había dejado muy atrás las rebeldías de mi primera juventud, se me fue. Un año antes, tuvo un accidente cerebro-vascular que lo dejo afásico. Recobró parcialmente el habla y alguna movilidad, los meses siguientes, pero ya no era más papá. Yo lo llevaba a caminar, muy despacio, él apoyado en mi brazo, con enorme dificultad. Ese hombre que había sido profesor de gimnasia y de pesas, de pronto, estaba empequeñecido y débil. Fue muy doloroso para los dos. Al año siguiente, murió. Pero pasé años muy hermosos con él, con mi familia.

¿El misterio de la felicidad está ahí?

-Sí, claro. He visto a mis padres felices estando juntos. Crecí en un hogar hermosísimo. Una vida sencilla, no creas. En casa no abundaban el dinero ni había grandes lujos, más allá del de estar juntos, pero sobraban los estímulos. Y mamá, que aún la tengo, gracias a Dios, es de una lucidez y un amor sin medida. Con nuestra casa propia, y la casita de mis abuelos detrás de la nuestra. Hecha con sus propias manos por Doménico, il bracciante di la famiglia que había llegado desde Génova el siglo pasado. Ése era su orgullo, y también el nuestro. Todos ellos, y mi hermano me regalaron una infancia inolvidable. Creo que cualquier chico que hubiera crecido rodeado de mi familia hubiese sido feliz.

OCIO

Poner el cuerpo

Cuando no está frente a una cámara o sobre el escenario, Guillermo Francella relaja. Golf, caminata, pero también natación. Hijo de un padre profesor de gimnasia y levantamiento de pesas, durante muchos años se dedicó a la natación, disciplina en la que llegó a competir.

"Nadé durante muchos años. Corría carreras en Beccar, estaba federado, he llegado a ganar algunas copitas. En este momento lo hago por puro placer, durante algunas mañanas. Muscularmente me hace bien, cuando tengo alguna molestia física me deja a nuevo. Me gusta estar conmigo en el agua, también, un poco a solas. Descubrí hace algunos años el golf. Relajo mucho, pero también pienso en mis cosas. Me aíslo. Me hace muy bien en lo físico, y me permite estar en silencio conmigo. Me quedo en el agua, flotando, vuelo un poco con la cabeza. No sé si hay algo puntual en ese rito. Pero en mi es algo muy terapéutico.".

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Por Víctor Hugo Ghitta | Fuente: www.lanacion.com.ar