¿Existe el amor a los animales?

Si las encuestas dicen que la Argentina es el país de la región con más mascotas por habitante, un cronista de Brando lo confirma con su experiencia. de la racionalidad a la locura por un animal.
Por Jonathan Rovner

Siempre hay encuestas -de la Universidad de Massachusetts, en general- que respaldan nuestras obsesiones, problemas y dificultades de la vida diaria. Yo encontré una que no es de Massachusetts, sino de la agencia Millward Brown, pero funciona igual: el 78% de los hogares argentinos tienen mascotas (la población total ascendería a nueve millones de perros y a tres millones de gatos). Esto no solo nos pone a la cabeza de América latina y justifica que la industria del alimento balanceado recaude más de mil millones de pesos al año, sino que me incluye en ese universo de hombres que pasó del "no, no, ni loco" a ser un seudoexperto en traumas, deseos y expectativas del animal doméstico. Vale decir que yo me creía convencido: tener mascotas no era una opción racional. No obstante, cuando mi hija y mi novia se pusieron de acuerdo, mis convicciones no tuvieron la menor chance: no supe decir que no.

Acepté, primero, un gato. Por su relativa independencia y sus hábitos de higiene, el gato siempre había sido mi animal doméstico favorito. Gracias a internet, dimos con una veterinaria que los ofrecía "en adopción". Tenían también uno de raza, de esos que parecen la caricatura del enojo, a más de $1.000. Había unas hembras de pelo blanco y negro, a $500. Y unos machitos, negros, en el patio del fondo. Te los daban ya vacunados por $200. No hubo que pensarlo mucho. "El gato negro", dije yo, como en el cuento de Poe. "Y le ponemos un pañuelito rojo como el del negocio de las especias", dijeron ellas. Además del gato, compramos la palangana cuadrada, una bolsa de piedritas sanitarias y medio kilo de alimento balanceado para menores de un año. Gastamos unos $350 y le pusimos Benito, como el personaje de Don Gato.

Al principio fue bastante entretenido. Era un peluche vivo para mi hija y un hijo sin responsabilidades para nosotros. Después el idilio terminó y a los seis meses vino la adolescencia, los maullidos lastimeros y los intentos de fuga. Decidimos dejarlo que saliera a la vereda, por lo menos un tiempo antes de castrarlo, para que conociera el mundo. Así, Benito descubrió dos cosas: su talento como cazador de aves y la absoluta escasez de hembras callejeras en Colegiales, donde los baldíos no duran lo suficiente. El primero de sus descubrimientos me trajo algunos problemas con los vecinos, que se quejaron de encontrar sus zaguanes llenos de plumas, o a Benito devorando palomas debajo de sus autos. El segundo descubrimiento le trajo problemas a él, ya que por las noches los machos frustrados parecen dedicarse exclusivamente al antiguo oficio de las disputas territoriales. Empezó a volver por las mañanas todo roto y medio enfermo, con lo que finalmente decidimos castrarlo.

Poco tiempo después, alguien en Facebook posteó la foto de un gatito blanco de 45 días, al que habían rescatado de la calle y ya no podían tener en su casa. "No, no, no. Mirá lo que es", dijo mi novia mientras tipeaba, delante de mí, sin siquiera darme tiempo a opinar: "Yo lo quiero, cómo hacemos". Fanática de las simetrías, no podía dejar pasar la oportunidad de contrastar al negro Benito con su némesis blanco. "Era cosa del destino", dijo, y en menos de dos horas estábamos en casa de este pibe, que nos entregó una caja de zapatos en la que había una bolsa de alimento, remedios antiparasitarios y una bola de pelos blancos, apenas el tamaño de una mano, que a partir de ese momento se llamó Poroto.

Poroto resultó ser todo lo opuesto a Benito. Hasta podría decirse que ni siquiera era del todo macho. "Claramente, está enamorado de Benito", decía mi novia, y a juzgar por los maulliditos y ronroneos con que lo recibía cada vez que entraba, era cierto. Si Benito era delicado con la comida, Poroto era un atolondrado. Si Benito era un poco cobarde, Poroto era un temerario. Benito prefería la carne fresca y la cacería; Poroto era un junkie del alimento balanceado. Ambos tenían cierto gusto por la mímesis. Así, si Benito elegía instintivamente los sillones negros, Poroto, el albino, prefería los almohadones y lugares blancos. Poroto aceptó la supremacía de Benito desde el primer día. Benito, en cambio, nunca terminó de reconocer la mera existencia de Poroto. Mejor así, pensé, era preferible eso a que estuvieran peleando todo el día.

La casa ya estaba bastante llena de animales, pero más o menos en equilibrio cuando de repente se instaló una nueva demanda, repetida a coro y propagada en múltiples pestañas de búsqueda en MercadoLibre. Imágenes de cachorros caninos de distintas razas acosaban mi computadora. Cuando entendí lo que ocurría ya era demasiado tarde. "Un perro", decían las chicas a coro. "Un cachorrito". De pronto me hallaba frente a una casa en Ramos Mejía, donde nos vendieron un pequeño bretón, sin papeles ni pureza racial, por $300. Nos pasamos el viaje de vuelta discutiendo posibles nombres. Indecisos, terminamos poniéndole Gómez, cosa que a nadie parece gustarle. Naturalmente, este nuevo "hijo" venía a ser la síntesis perruna de Benito y Poroto. Al menos así lo reflejaba su pelaje gris, lleno de manchas negras y blancas.

Por supuesto, Gómez resultó un desastre. Sobre todo para los gatos, a quienes no paró de mortificar desde el momento en que llegó. No tanto a Benito, que no dudó en sacar las uñas, como a Poroto, que creció más pasivo y tolerante, acostumbrado a los embates de Benito. A veces, Poroto se deja "comer" por Gómez durante horas, hasta que alguien interviene y los separa de un grito. Quizás entiende, incluso mejor que yo, que a Gómez hay que perdonarlo unas diez o quince veces al día. Gómez también parece entenderlo, ya que a los cinco meses no aprendió a hacer sus porquerías fuera de la casa y todavía tiene una enorme necesidad de masticar cualquier objeto que esté a su alcance.

Mientras tanto, con mi novia decidimos egresar del universo de las mascotas y buscar la ternura donde realmente tiene sentido. Por suerte, el hijo que ahora esperamos tendrá tres animalitos con quienes jugar.

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