Volver a las fuentes

A excepción de ciertos "intervalos lúcidos" entre los que se destaca el que abarcó de 1860 a 1930, la sociedad no se ha caracterizado por ser respetuosa de las instituciones y el sistema republicano de gobierno

"Me abstendré de mezclarme jamás en el solemne ejercicio de las funciones judiciarias. Porque su independencia es la única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo".

Tales claras y contundentes palabras de José de San Martín llaman a reflexión y hacen las veces de brújula en tiempos donde, sin lugar a dudas, en la Argentina se viven tiempos de angustia, crispación e incertidumbre. Violencia, inobservancia de las leyes y corrupción a niveles nunca vistos. Como en otras instancias históricas, atropellos de un Poder Ejecutivo cuya ambición transparentada en la frase “vamos por todo” se evidencia en perseverantes maniobras antirrepublicanas llevadas adelante ante la indiferencia o complicidad de organismos que debieran evitarlo. Desprecio por las normas e instituciones republicanas que defienden al ciudadano de los excesos del poder concentrado y que llevaron siglos de lucha conseguir.

En tal sentido en Argentina la historia es reiterativa. A excepción de ciertos “intervalos lúcidos” entre los que se destaca el que abarcó de 1860 a 1930, la sociedad no se ha caracterizado por ser respetuosa de las instituciones y el sistema republicano de gobierno. Obviamente en períodos dictatoriales pero tampoco demasiado en los democráticos (salvo honrosas excepciones) los Presidentes se han mostrado respetuosos de las normas y reglas de juego.

Por el contrario, siempre listos a endiosarse, a avasallar los otros poderes, a perpetuarse en el mando, a permitir o participar de la corrupción rodeándose de mercenarios de la política. Se gobernó y se gobierna en estado de “anomia”, en ausencia de un conjunto de normas o contrato social que impere resguardando las libertades y derechos, quedando todo librado al antojo del mandón o mandona de turno. No importa la Constitución, no importan las leyes, menos aún la división de poderes. Y esta situación, que en un comienzo la población no advierte o si lo hace la considera ajena e inofensiva, termina destrozando el tejido social, los valores y el sentido de orgullo y pertenencia.

Se proyectó hace poco un film de James DeMonaco llamado “La noche de las bestias” cuyo argumento se basa en la hipótesis que en Estados Unidos se dispone de una noche al año donde toda la actividad criminal se convierte en legal.

Por las acciones efectuadas no se debe responder ante la justicia. No se puede llamar a la policía, ni al ejército. Los ciudadanos deben arreglárselas solos porque los delitos no están castigados. Durante esa noche repleta de violencia, todo tipo de aberraciones se suceden. Y observarlo en el film resulta interesante para comprender que el ser humano sigue rigiéndose en la mayoría de los casos por los parámetros del hombre de las cavernas. Y donde no impera realmente con fuerza la ley, un sistema de premios y castigos, se desata la barbarie rápidamente. Hace poco nos tocó verlo en directo cuando las fuerzas policiales de varias provincias argentinas decidieron acuartelarse en demanda de mejores salarios.

En pocas horas el caos se adueñó de las calles en todos los barrios y niveles sociales. De allí que la larga lucha evolutiva de siglos por establecer compendios de normas de convivencia es lo que eleva al hombre, garantiza su vida, libertad y progreso. Por eso mismo es imperiosa la necesidad de velar activamente por su vigencia. No hay desarrollo económico social sustentable sin respetar acuerdos fundacionales que prevalezcan sobre el ansia de poder siempre creciente del gobernante de turno. Sería sano y práctico en vez de tanta teorización y palabrerío volver a las fuentes y a nuestros próceres.

Cuando en la Argentina se logró consolidar la organización, se codificaron las leyes y se brindó un marco de libertad, previsibilidad y oportunidades, el país pasó de ser una tierra atrasada y anárquica a ser la séptima potencia del mundo a donde llegaban inmigrantes de todas latitudes En poco tiempo nos transformamos en el país con mejores índices en alfabetización, con mayor crecimiento económico, con una increíble dinámica social e integración de credos y razas. Había ley, había acceso a la educación pública como plataforma a la igualdad de oportunidades. Había libertad para emprender y buena aplicación de los recursos del Estado.

Por eso, no hay que inventar nada. Se requiere volver a las fuentes, regresar a aquéllos principios elementales de los que hablaban San Martín, Belgrano y otros hombres de espíritu honesto y altruista. Principios que pueden adaptarse a la modernidad claro, pero que siguen siendo la base ética y republicana que permitirán que el sol vuelva a salir dejando atrás la noche del atraso, el autoritarismo y la injusticia.

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Por Miguel J Culaciati