Una historia de amor que dio revancha... pero sin final feliz
Jorge Grubissich.Asignatura pendiente. ¿Qué hilos invisibles manejan a una pareja? A los 22 años conoció a una mujer: fue flechazo, aunque la relación no continuó. Un par de décadas después, ella retomó contacto y los dos vivieron una entrega única. Por un tiempo, hasta que todo se esfumó.Estaba loco por ella. Yo tenía 22 años, y ella 26. La cortejé durante más de un año, desde que la conocí, en el ‘84, a pesar de que yo vivía en pareja, y si fuera preciso admitirlo, mi pareja era mucho más hermosa y sensual que ella. Ambas eran maestras, ambas eran zurdas, pero Lori tenía algo que mi mujer de esa época no: la poesía.
Escribía muy bien, y para un buen lector de poesía, que ha renunciado de por vida a ser poeta, eso la volvía irresistible.
Las ocasiones que recuerdo mejor, las más dulces, tenían lugar sentados en el parquet de su casa: ella con su libretita en la mano, leyéndome todo lo escrito desde nuestro último encuentro, maravillándome.
No éramos pareja ni parecía que fuéramos a serlo nunca. Yo creía que alguna vez doblegaría su resistencia. Pero nunca hablamos de amor. Ni su poesía daba pie, porque no escribía de amor. Sí, mucha poesía política, de la más refinada que he leído nunca, de la más lacerante. Esos cuatro años de diferencia, y la rara distinción de cumplir años el 24 de marzo, eran dos circunstancias que habían colaborado para que a su cumpleaños del año 1976 asistieran pocos de sus amigos. Muchas de esas ausencias aún las seguía sufriendo, porque seis años después seguían desaparecidos. Escribía sobre ellos a menudo.
Hay otras ocasiones que también recuerdo de ese año, enterrada la dictadura y con la ebullición de volver a construirlo todo.
Ocasiones nada dulces, dolorosas. Me dolía que no acabara nunca de decirme que esos cuatro años eran demasiados. Me dolía que le diera igual que por verla olvidara todo (mi matrimonio, mi trabajo, mi amor propio).
Y toda una serie de comentarios hirientes. Que se sorprendiera al verme la tupida baba, explicándome que nunca creyó que pudiera crecerme tanto. Que me vaciara de palabras cuando regresé de Europa, habiéndome encontrado con Gelman en París, diciéndome: “es lo único que me interesa escuchar de tu viaje”.
Que al toparnos con alguien, si era inevitable presentarme, dijera sistemáticamente: “Es un Grubi”, reformulando toda la noble historia de la apócope de mi apellido, con la que llamaban a mi padre, a mi abuelo, a todos los Grubissich de la historia … Si quisiera hacer memoria recordaría muchas afrentas más. Ella era una causa perdida.
Pero hay otro recuerdo, que seguiré intentando remover del corazón toda la vida.
Todo cortejo que se precie debe terminar entre las sábanas. O al menos, emplearlas como una escala a lo que el tiempo pueda deparar. Finalmente, en un espantoso día de frío, en plena costanera norte, Lori dijo, simplemente: “depende de vos, porque estoy mens- truando”. Yo no lo esperaba. Era la formidable abolición del mito de Sísifo: la piedra subida trabajosamente a la cima que, de repente, no volvía a caer a la llanura. Hasta que la piedra se quedó arriba. Sólo la piedra, debería agregar. Porque esa noche, que pasé en vela mirándola dormir, que terminó en La Giralda, tuve tanto miedo como nunca, y todo el año de cortejo terminó en dos desnudeces inútiles. El colmo del sufrimiento fue que, al separarnos, esa mañana, pronunció una frase que, afortunadamente, nunca más escuché de boca de nadie: “Te necesitaba tanto”.
Me quedé con un libro de Paco Urondo, varios recuerdos de poemas suyos como cicatrices, y una linda foto de perfil, con el pertinente cigarrillo negro entre los dedos. Muchas veces la miré en ese mundo de grises de la foto, con los ojos con que se mira la penumbra del amor que no fue, esa penumbra que, uno ya sabe, nunca se marchará de la memoria.
*** La vida, sólo a veces, da revancha. Un día antes de su llamada, yo la recordaba, contemplando la lluvia, desde la ventana de un bar. Cada vez que miraba llover me acordaba de un par de versos de un poema suyo acerca de lluvia, que la memoria nunca había podido completar. Habían pasado veinticinco años de aquella noche infausta de Sísifo y su reverenda piedra. Lori había encontrado a alguien que le dio mi teléfono y me había llamado. Escuchando su prudente presentación, un poco azorado, le disparé a quemarropa ese par de versos, que me juró no recordar, y quedamos en almorzar juntos.
Era un fantasma. Seguía hermosa, bastante menos pero no tanto. Yo sólo esperaba que no hubiera engordado, y estaba tan flaca como siempre. Ella, en cambio, esperaba verme muy burgués, muy anticomunista o algo peor. Encontró a un estudiante crónico de filosofía, vendedor de libros jurídicos, encerrado en un traje que usaba con la misma naturalidad que vistiendo uno de astronauta ... Y peor todavía: además de varios versos sueltos suyos, recordaba cincuenta y siete de los cincuenta y ocho versos de Primer discurso de Adán, de Carlos María Gutiérrez, que ella me había dictado cierta vez, que yo había leído hasta gastar el papel.
Lori había perdido la poesía. Todavía militaba, pero con una convicción depreciada. Alguien, para que mitigara su soledad, o para que comprobara la corrupción humana, vaya a saber, le había sugerido averiguar qué había sucedido con algunos amigos del pasado, y entre ellos había aparecido mi nombre. Mi condición de amante frustrado no atentaría contra una cita de viejos conocidos, sin ninguna expectativa ulterior. Ella había olvidado la billetera y propuso tomar el café de rigor en su casa, para devolverme su parte. De paso me prestaríaDiario del cuartel, el libro de Gutiérrez, del que había salido aquel poema inolvidable. Ese día yo debía volver al trabajo, y se contentó con unas ginebras, en la mismísima Giralda. Allí habló de su separación, de sus dos hijos (un exceso, para quien no ha tenido ninguno), y ya que no me preguntó nada sobre el resto de mi vida, nada le conté. La despedida fue un beso en la mejilla que ella deslizó hasta mi boca, leve y sutil. Una semana después volveríamos a vernos.
Luego de almorzar en el centro, el café en su casa se llenó de besos, y el atardecer terminó como dictan los mandamientos de la edad, casi sin decir palabra. Los cuatro años seguían siendo evidentes, sólo que ahora la resta jugaba, sin exagerar, a mi favor.
Ella subió primero, yo terminé mi cigarrillo, deseé un ascensor para llegar más entero y cuando entré al entrepiso donde estaba su cama, una velita modulaba la oscuridad, porque la única ventana estaba mortalmente cerrada. Era lo mismo que ponerme una venda en los ojos. De todos modos, ya en la cama, la acaricié de arriba a abajo, descubriendo uno a uno los ultrajes del tiempo, como diría Juancito caminador. Encontré un espacio terso y resistente, en los muslos, arriba de las rodillas, y ahí me concentré, obsesivamente.
Descubrí sus debilidades, sus gustos, su manera de jadear, su manera de acabar. Intenté apenas volver a comenzar, pero por suerte me aclaró que una vez era su límite, así que no tuve que confesar que también era el mío. Cuando me fui, esa noche, decidí volver a enamorarme, porque cualquiera que ronda los cincuenta sabe hasta qué punto hay premeditación en el amor. Pero, sobre todo, resolví enamorarla. Ahora yo me sentía capaz de todo.
A las pocas semanas ya escribía poesía nuevamente. Compró una libretita, desempolvó la lapicera, volvió a arrinconarse en los bares. Recibí los primeros poemas escritos para mí, en toda su historia. La incentivé a que su compromiso político (“una máscara más”, me dijo una noche) volviera a ser lo que era. Lo que no conocía, su devoción por el syrah, la lectura de Pessoa en portugués y unas ganas que la sorprendían de hacer el amor, de probar conmigo todo lo que se me ocurrió, completaban la escenografía de un semestre que me enorgullecía.
A todo eso se le sumaba, gracias al gran dios Microsoft, el libreto paralelo, veinte años atrás desconocido: el de los mails. Ella me escribía uno o dos por día.
Pequeñas obras maestras. Yo los paladeaba, perfectos, intachables. Al principio contaban hechos, sensaciones, y no mucho después, ya estaban hablando de amor. Estaba enamorada de mí, esa era la verdadera revancha que me daba la vida. Las flaquezas o el deterioro de su cuerpo, que ella declamaba y yo desmentía (“ tenés que buscarte a una más joven, a quien no se la haya caído todo”, repetía, y yo callaba que una más joven podría pedirme demasiado), se transfiguraba con toda la construcción literaria que cercaba la realidad.
Todo lo que ella denunciaba estaba ahí pero yo no quería verlo, o lo veía y pensaba que no me importaba, o me importaba mucho y prefería no pensar. En cuanto a mí, más allá de que las mujeres son más nobles, era demasiado flaco. Sólo me delataban las ojeras, pero mis innumerables alergias eran una excelente excusa, para ese fulero certificado de mi edad.
Al cabo de unos seis meses, ella escribía más que nunca (unos poemas despiadados), militaba contrarreloj (se reunía de madrugada, mientras yo dormía) y, lentamente, volvió a parecerse a la que era.
Su corazón había retrocedido veinticinco años; su belleza. nada. De a poco empezó a maltratarme, no satisfecha con que hubiera alquilado, abandonado a una mujer que me amaba, olvidado una biblioteca donde encontraba la mitad de mi vida … Rechacé una invitación a La Cumbrecita, en semana santa, haciendo llorar a mi nueva ex mujer, porque Lori y yo ya teníamos planeadas unas noches en una cabañita de Escobar. A último momento, Lori cambió esas noches por unas jornadas nacionales de su partido. Me dejó con todas las botellas de syrah, especialmente elegidas para mirar la luna, o para contemplar la lluvia, que ya tenía completo aquel poema, de nuevo cosido en mi memoria.
Me quedaría en su casa, era el pacto. Ya había vuelto varias veces a cenar a mi antiguo hogar: era un placer dejarse invitar, dejarse homenajear.
Media botella duró esa estadía solitaria: busqué un poeta en su biblioteca, indispensable, del que en la mía tenía todo, y no lo encontré. Me fui sin ninguna pena.
La despedí por mail, el mejor de todos los que le haya escrito, aunque comparado con los suyos era una porquería. Me quedé con el mismo libro de Paco Urondo, la misma foto aquella de perfil y otra actual, donde duelen las verdades de Juancito caminador. Y con una casilla donde reposan centenares de pequeñas obras maestras, que ella no se molestaba en guardar, porque eran para mí. Me quedé, sobre todo, con una pérdida: la penumbra de un amor que no fue, reemplazada por el amor sucedido. La sombra barrida por la cruda luz de la realidad, que despoja de recuerdos tristes y bellos y en su lugar esconde poemas que, esta vez sí, serán olvidados.
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