Polinesia, escenas de otro mundo
Crónica de un viaje por el corazón del océano Pacífico, un mundo de islas con playas de aguas cristalinas, tradiciones maoríes y corales y peces de todos los coloresPostal número 1: música de ukelele y tambores, los primeros ia orana, maeva (hola, bienvenidos) y el obligatorio pasaporte de ingreso a este mundo: un collar de flores blancas, delicadas. Entonces, envueltos por el dulce aroma del tiare –la flor nacional, similar al jazmín– y la cadencia de la música, podemos decir que sí, es verdad, que finalmente estamos en Papeete, en la isla de Tahití, pleno corazón de la Polinesia Francesa.
En la tierra deliciosa, ahora, verdaderamente venero las menudas peripecias cotidianas y su profunda significación. Gozo con simplicidad de la luz mientras ésta brilla; yo, ahora, sé vivir”, decía el artista Paul Gauguin en su libro Noa Noa, la isla feliz, describiendo sus días de autoexilio en estas islas. Y quizás de eso se trata la Polinesia, podemos decir ahora que regresamos: de vivir simple, dejarse abrumar por los paisajes y disfrutar de lo que aquí importa. El color del agua y los mil colores de los peces, el calor del sol y el aroma de las flores, la musicalidad maorí y el sabor de la fruta fresca.
Entre magos y orquídeas
Postal número 2: “Si estuviéramos filmando una película, podría ser la continuación de Lost”, pensamos, mientras observamos las cumbres tapizadas de verde y decoradas por cascadas en el valle de Papenoo, en el centro de Tahití. Sobre todo frente a los restos de un marae (templo religioso) del siglo XII, donde los ancestros veneraban a sus dioses. Ya Gauguin cuenta cómo la llegada de los europeos fue despojando a los maoríes de sus creencias originarias. Pero esa es una larga historia, que también llegó a prohibir las danzas y hasta los legendarios tatuajes, e impuso el francés como idioma oficial por sobre el tahitiano. Pero afortunadamente esas imposiciones suelen fallar. Arnold cuenta que hoy, en las 118 islas de la Polinesia, se hablan 9 idiomas y dialectos, muy diferentes entre sí.
Más tarde caeré en la cuenta de que estas dos o tres horas que pasamos en el valle, guiados por Arnold y Patrick, serán las únicas en las que no veremos el mar, ese mar siempre protagonista, esencial, omnipresente. En este valle, en cambio, nos abraza la exuberante y escarpada naturaleza que tapiza el corazón de las islas: cascadas, paredes verticales de roca y laderas sembradas de mangos, bananos, ananás, ibiscus, pomelos y las infaltables orquídeas.
El cielo en el mar
Postal número 3: un cielo negro e increíblemente estrellado se refleja en un mar tan calmo que parece una piscina. Y climatizada. Enfrente, las últimas luces del atardecer recortan las escarpadas cimas de la isla de Taha’a. Acabamos de pasar por nuestras impecables cabañas de madera y caña, con techo de hojas de pandanus y piso vidriado para ver el mar, como una exhalación, y en menos de un parpadeo ya estamos en el agua. Bautismo oficial, se podría decir. De rodillas en la arena, abrazados por el agua cálida y cubiertos por infinitas estrellas, brindamos, y en el choque de vasos celebramos que aquí estamos y que al parecer, era verdad: ¡el paraíso existe!
De Papeete, un vuelo de 40 minutos de Air Tahiti nos había dejado en el aeropuerto de Raiatea, y a pocos metros de la pista, una lancha nos esperaba para llevarnos a Le Tahaa Resort & Spa. Segunda corona de tiares, más música de ukeleles y un fresquísimo jugo de frutas, además de los ia orana y maeva, nos recordaron –por si hacía falta– dónde estábamos. Es que aquí, uno tiene que pellizcarse cada tanto, para creer lo que ve.
Porque la sensación que provoca la Polinesia es la de estar en otro mundo, tan lejano, tan cercano, donde todo parece ser perfecto, en su justo lugar y en su justa medida. Es otro mundo, en primer lugar, por las distancias: a 7.940 km de la costa de Chile, a 4.100 de Nueva Zelanda y a 9.500 de Japón, estamos, literalmente, lejos de todo. Físicamente, pero también en la mente. Aquí, con una cerveza fría en la mano y los pies en el agua transparente, ya no importan los bancos centrales y sus ajustes, la tasa de desempleo, el riesgo país, los subtes que no llegan a horario o los pronósticos del tiempo. Nada, excepto lo que se ve.
Brisa agradable
Postal número 4: el catamarán Senso, el más nuevo y uno de los más lujosos de la flota de Tahiti Yacht Charter, despliega sus enormes y elegantes velas y avanza, silencioso, como flotando sobre el agua turquesa, entre las islas de Taha’a, Raiatea y Bora Bora. Después de visitar una plantación de vainillas, darnos un buen chapuzón y degustar un sabroso almuerzo a bordo, en el que descolló el carpaccio de atún rojo, pensamos que la del barco no es una mala opción para recorrer este mundo: una lujosa casa flotante con comidas incluidas, una tripulación ágil y amable, el agua siempre al alcance y la proa hacia donde se desee.
Para pensarlo. Sobre todo si se tiene en cuenta que la Polinesia Francesa está formada por 118 islas agrupadas en cinco archipiélagos, con una superficie total similar a la de Europa, aunque el 99% de ella ocupada por agua. El sector más conocido es el de las Islas de la Sociedad, donde están Tahití, Moorea, Bora Bora y Huahine, entre otras. Más allá, bastante más allá, el asombro puede seguir con los archipiélagos de las Australes, las Gambiers, las Tuamotu y las Marquesas. Estas últimas, se dice, resguardan lo más auténtico de la Polinesia original.
Aquí y ahora, finalmente sí podemos confirmar que no es un sueño, y que en verdad estamos en un imposible mundo acuático, el del mar celeste, turquesa y de todos los azules imaginables; el de los arrecifes de coral, los peces de mil colores, los tiburones “amistosos”, las rayas y las hamacas colgando entre palmeras, en la playa. Y descubrimos el secreto que diferencia a estas islas de las otras, las del mundo ordinario: aquí, todas están rodeadas por arrecifes de coral y motus (islotes), que las protegen del mar abierto y crean enormes lagunas de aguas transparentes, cuya profundidad no supera los 6 o 7 metros, sobre las que se despliegan bungalows y cabañas. Allí, nadar, bucear, hacer snorkel o remar son placeres difíciles de describir.
Te están buscando, tiburón
Postal número 5: “Pero... ¿seguro?, ¿nos podemos meter?” Tuterai es hoy nuestro guía, y se ríe ante la pregunta boba, que le habrán hecho tantas veces, y responde que “bueno, hasta ahora nunca se han comido a ningún turista”, mientras arroja trozos de pescado en torno a la lancha. Ahora rondan por ahí... a ver... 2, 3, 5, ¡10! tiburones, desde esos pequeños, de poco más de un metro, hasta los otros, bastante más intimidantes, que pasan de tres metros. El agua es tan transparente que el fondo, varios metros más abajo, se ve con toda claridad.
El snorkel entre tiburones es uno de los “must”, de esas cosas que “hay que hacer” en la Polinesia. Y más si uno está, como nosotros ahora, en la laguna de Bora Bora, la más famosa de las islas. Con sólo mirar alrededor, se adivina el porqué. Su laguna es de un turquesa tan intenso que casi lastima los ojos, y como fondo de las fotos aparece siempre el monte Otemanu, una impresionante mole de piedra que se eleva más de 700 metros.
“Los tiburones son sagrados, son los encargados de llevar al cielo el alma de los muertos”, cuenta Tuterai mientras partimos rumbo al encuentro con las rayas grises. Y otra vez: “¿Podemos meternos?, ¿no hacen nada?” Más risas, y de nuevo al agua. Snorkel mediante, el espectáculo es fenomenal; las rayas parecen volar, aleteando en cámara lenta, rozándonos, pasando entre nuestras piernas. Hay decenas; el guía las alimenta y ellas se reúnen alrededor, se trepan al pecho, a la espalda, asoman la cabeza y nos miran, como mascotas pidiendo caricias.
El encuentro con tiburones y rayas es una de esas actividades típicas de este mundo, pero que no se encuentran fácilmente en el otro, aquél del que provenimos. Tan típicas como las caminatas con escafandra por el fondo del mar, los paseos en mini submarinos, los picnics o parrilladas de pescados en motus deshabitados, el snorkeling a la deriva impulsado por corrientes marinas, o hasta las vacaciones en un islote privado, a entera disposición del cliente. Y de su billetera, claro.
Pero Bora Bora también es interesante por otros motivos, como las memorias de la Segunda Guerra Mundial, que residen en sus famosos siete enormes cañones, ya oxidados, que desde hace décadas miran cansadamente el mar. Fueron instalados, claro, por Estados Unidos, cuando temía una invasión japonesa a la zona.
Pero también por los tatuajes, recuerdo mientras miro al camarero que nos acerca unos tragos a la playa del hotel St. Regis, uno de los más lujosos de todo Bora Bora. Los tatoos son una tradición milenaria entre los maoríes, y antes los cuerpos tatuados hablaban de las personas, contaban su historia. Hoy ya son meramente decorativos, pero aún así atraen. “Este me lo está haciendo mi madre, aún falta completarlo”, dice sonriente nuestro camarero, mientras abre los brazos y deja ver en su espalda una enorme raya que parece abrazarlo. No pocos turistas regresan de la Polinesia con este recuerdo indeleble. Para ellos, un dato: al tatuador más famoso, Marama, se lo encuentra en Matira, la playa pública de Bora Bora.
El sabor del mahi mahi
Postal número 6: ni hace falta presionar sobre el cuchillo para que la carne del mahi mahi, el pez más típico de la zona, se deshilache en finas hebras de un sabor suave, indefinible, casi perfecto al encuentro con el paladar. Incluso para este cronista, que hasta entonces huía de cualquier pescado que apareciera en un plato. ¡Milagro!
Al menos así sabe esta noche, mientras cenamos en Bloody Mary’s, el restaurante más famoso de Vaitape, principal pueblo de Bora Bora. Además de su entrada tapizada con los nombres de famosos que lo visitaron –de Nelson Rockefeller o Ringo Starr a Pamela Anderson, Keanu Reaves y siguen las firmas–, impacta su mesa principal, donde se elige el menú “en vivo”, con las langostas aún moviendo sus pinzas. Un plato tradicional aquí es el poisson cru (atún fresco marinado en leche de coco), además de otros peces típicos, siempre fresquísimos, como el papagayo, el espectacular atún rojo, el bonito y el pez espada. Para los que son como este cronista era antes de probar el mahi mahi, también hay buenas carnes de cerdo, pollo y vaca. De hecho, es tradicional el tamaara’a, una fiesta popular en la que el centro es un banquete de carnes y verduras cocidas en un hoyo en la tierra.
Al regreso, entre las casas de Vaitape, vemos multitudes al costado de la ruta, que parecen practicar coreografías. Efectivamente, son los ensayos del Heiva, el mayor festival cultural y folclórico de las islas, que se hace en julio.
La laguna... azul
Postal número 7: los tiburones punta negra nadan entre nuestros pies, persiguiendo a los peces que, a su vez, se acercan a limpiar los restos de la parrilla que los guías, Marcelo y Marius, dejan en el agua para que quede como nueva cada vez. Una cadena alimentaria un tanto extraña, cierto, pero fascinante para un grupo de novatos en tiburones. Son pequeños, pero muchos, y se acercan tanto a la orilla que nadan en profundidades de no más de 15 o 20 centímetros.
La escena sucede en la Laguna Azul de Rangiroa, a una hora de vuelo de Bora Bora. En el archipiélago de las Tuamotu, Rangiroa no es una isla propiamente dicha sino un atolón, esos famosos anillos de coral con una laguna interior que se comunica con el mar abierto. Es un día de viento y el regreso desde la Laguna Azul –nombre que suena redundante, en un sitio donde todo es azul– se hace aventurero, con grandes sacudones sobre olas enormes.
El primer hotel de cabañas sobre el mar de la Polinesia se construyó en Bora Bora, que es hoy la isla con más hoteles de ese tipo, y los más lujosos. Rangiroa es el otro extremo: calma, pocos hoteles, pocos turistas. Uno se siente más en el fin del mundo. Se percibe en el ambiente, aunque en el restaurante del hotel Kia Ora el grupo de baile Tetianu (Arco Iris), dirigido por Trevor, maitre del restaurante, demuestre toda la belleza y sensualidad de las danzas típicas. Y aunque en el bar–terraza que avanza sobre el agua y deja ver a los tiburones debajo suene buena música. Sentados mirando el cielo, alguien asegura haber visto una estrella fugaz y pienso en los tupapau, esos espíritus que, creen los maoríes, andan buscando desprevenidos para llevárselos.
La despedida del sol
Postal número 8: el sol redondo, anaranjado, se esconde detrás de la isla de Moorea, y nos regala un impresionante atardecer. Por la laguna frente a Papeete entrenan remeros en embarcaciones de competición, y en la piscina al aire libre del hotel Intercontinental nosotros apuramos los últimos tragos de Hinano, la principal cerveza local.
Si esta aventura en la Polinesia había comenzado –como todas– en Papeete, también aquí termina. No sin pasar por el mercado, en el centro de una ciudad ajetreada. Los stands ofrecen pareos de todos los colores, cremas de coco, de vainilla, tés de mango, sombreros, tiki –estatuillas de dioses–, tapa (dibujos tradicionales sobre corteza de árbol), frutas, perfumes y monöi, esos aceites de coco y tiare, una flor cuya leyenda habla de niñas y princesas transformadas en flor.
Parahi (adiós), maruuru (gracias), se escucha en el aeropuerto, a manera de despedida. Ya en el avión de regreso, abro el libro de Gauguin en el final: “Adiós, tierra hospitalaria, tierra deliciosa, patria de libertad y de belleza”. El avión levanta vuelo y la noche, por un rato, apaga los imposibles colores de la Polinesia.
Vía: Todo Viajes