PN Tikal: Corazón del mundo maya
En las profundidades del Petén, Tikal –“el lugar de las voces”– es el axis mundi donde convergen expertos, aficionados y curiosos que rastrean arcanos y sabidurías milenarias.Autor: Fernando Dvoskin
Porque esta reserva de biosfera alberga las ruinas (todavía a medio desenterrar) de la ciudad más grande de la historia maya prehispánica. En medio de un verdor descomunal, entre cantos de pájaros innumerables y chillidos de monos, se yerguen imponentes las pirámides escalonadas que fueron sede y testigo de una de las civilizaciones más poderosas y espirituales de nuestro continente: una civilización hoy recuperada no sólo por sus descendientes sino por quienes, decididos a encontrar respuestas al inquietante devenir del mundo, buscan claves en sus estelas. ¿Estuviste en Tikal o en alguna otra ruina maya?
Entrando por el sendero principal, la mirada se eleva hacia el cielo naturalmente orientada por los troncos anchos y gruesos de los árboles: chicozapotes (los mayas mascaban la corteza, que es un chicle natural), caobos y ceibas gigantescas cuyas copas se despliegan como rosas de los vientos allá arriba, casi rozando las nubes. Nuestro primer objetivo es el templo más lejano, y el más alto, a una hora y media de caminata. Llegamos bordeando complejos y pequeñas plazas que anticipan la majestuosidad que nos espera; pirámides bajas, algunas cubiertas de tierra y plantas trepadoras, estelas dispersas por el suelo y apenas visibles, altares donde aún hoy se realizan ofrendas... y todo alrededor la selva extendiéndose como un manto, un mantra, un círculo mágico.
El Templo IV, o de la Serpiente Bicéfala, supera los 60 metros de altura: es bueno saberlo antes de iniciar el ascenso por la escalera adyacente (no está permitido utilizar los escalones de la pirámide).
Poco a poco vamos dejando atrás las copas de los árboles: un sinfín de follaje protector que acompaña nuestro medianamente trabajoso ascenso hasta la crestería. Cuando emergemos de la frescura y la sombra selváticas, el sol cae a pico sobre las piedras grises. Desde aquí arriba, sobrevolando la espesura, la visión humana no tiene horizonte que la interrumpa. ¿Habrán pensando en eso los constructores? ¿Lo habrán pensado los esforzados obreros, las castas descastadas que se extinguieron apilando piedra sobre piedra sobre piedra? ¿O habrá sido obra de civilizaciones otras, extraterrestres, como afirman algunos?
Al bajar, entre tanta pregunta sin respuesta, un hombre joven nos hace señas con la cabeza. Cuando nos acercamos, abre las manos y en el hueco... una tarántula. Parece que estas amedrentadoras arañas son mansas y domesticables: de hecho, este negrísimo ejemplar se desliza de una mano a otra, de una persona a otra, como un delicado equilibrista... Es una de las “atracciones extra” que ofrece Tikal y muchos se arremolinan en busca de la experiencia y de la foto. Pero quizás sea mejor no aventurarse.
En la Plaza de la Gran Pirámide o Mundo Perdido supo haber pictografías eróticas, pero hace algunos años fueron tapadas con estuco. Como reivindicando el dominio de la naturaleza no censurada, se acerca una manada de unos 80 tejones que siguen a su líder en busca de alimento. Alejándonos de la traviesa multitud mamífera llegamos al lugar más bello y enigmático de Tikal, y el menos concurrido: la Plaza de los Siete Templos. Nos detenemos en el centro y, mirando alrededor, nos descubrimos rodeados de construcciones bajas, diríase que a modesta escala humana: un triple juego de pelota, siete templos menores y un edificio ceremonial.
La sensación es de quietud absoluta, como si el tiempo hubiera dejado de transcurrir. A pesar de nuestra reticencia –el lugar invita a la introspección– Haroldo nos hace aplaudir, interrumpiendo el silencio apenas punteado por los aullidos lejanos de los monos. El aplauso se repite en ecos, al igual que nuestras voces. Y así pasamos de la reverencia al juego. Como invocados por el espíritu lúdico aparecen de la nada los maestros de la astucia y la levedad: dos monos araña que dejan caer una andanada de carozos sobre nuestras cabezas mientras cruzan bamboleándose de rama en rama para luego desaparecer, como si fantasmalmente quisieran conducirnos hacia la aguada que separa los Siete Templos de la Plaza de la Gran Pirámide.
El cielo vuelve a mostrarse en todo su esplendor. El petén donde otrora habitaban los quetzales (hoy sólo puede vérselos, con paciencia y suerte, en los bosques nubosos) parece haber cedido a la intervención de la mano humana: asediados por la furia de los elementos, el Templo del Gran Sacerdote, la Acrópolis Central y el Templo de las Máscaras se yerguen como invencibles centinelas del más impactante de todos: el Templo del Gran Jaguar. No es el más alto (mide “apenas” 45 metros) y fue construido por el gobernante Aj Cacao, o Señor A, en el año 700. Pero lo envuelve un aura distinta: como si desde su crestería fuera a descender, deslizándose silenciosamente por sus 90 escalones, Ix, el náwal felino que imaginamos señor de la jungla y guardador de estas ruinas sagradas.
Entrando por el sendero principal, la mirada se eleva hacia el cielo naturalmente orientada por los troncos anchos y gruesos de los árboles: chicozapotes (los mayas mascaban la corteza, que es un chicle natural), caobos y ceibas gigantescas cuyas copas se despliegan como rosas de los vientos allá arriba, casi rozando las nubes. Nuestro primer objetivo es el templo más lejano, y el más alto, a una hora y media de caminata. Llegamos bordeando complejos y pequeñas plazas que anticipan la majestuosidad que nos espera; pirámides bajas, algunas cubiertas de tierra y plantas trepadoras, estelas dispersas por el suelo y apenas visibles, altares donde aún hoy se realizan ofrendas... y todo alrededor la selva extendiéndose como un manto, un mantra, un círculo mágico.
El Templo IV, o de la Serpiente Bicéfala, supera los 60 metros de altura: es bueno saberlo antes de iniciar el ascenso por la escalera adyacente (no está permitido utilizar los escalones de la pirámide).
Poco a poco vamos dejando atrás las copas de los árboles: un sinfín de follaje protector que acompaña nuestro medianamente trabajoso ascenso hasta la crestería. Cuando emergemos de la frescura y la sombra selváticas, el sol cae a pico sobre las piedras grises. Desde aquí arriba, sobrevolando la espesura, la visión humana no tiene horizonte que la interrumpa. ¿Habrán pensando en eso los constructores? ¿Lo habrán pensado los esforzados obreros, las castas descastadas que se extinguieron apilando piedra sobre piedra sobre piedra? ¿O habrá sido obra de civilizaciones otras, extraterrestres, como afirman algunos?
Al bajar, entre tanta pregunta sin respuesta, un hombre joven nos hace señas con la cabeza. Cuando nos acercamos, abre las manos y en el hueco... una tarántula. Parece que estas amedrentadoras arañas son mansas y domesticables: de hecho, este negrísimo ejemplar se desliza de una mano a otra, de una persona a otra, como un delicado equilibrista... Es una de las “atracciones extra” que ofrece Tikal y muchos se arremolinan en busca de la experiencia y de la foto. Pero quizás sea mejor no aventurarse.
En la Plaza de la Gran Pirámide o Mundo Perdido supo haber pictografías eróticas, pero hace algunos años fueron tapadas con estuco. Como reivindicando el dominio de la naturaleza no censurada, se acerca una manada de unos 80 tejones que siguen a su líder en busca de alimento. Alejándonos de la traviesa multitud mamífera llegamos al lugar más bello y enigmático de Tikal, y el menos concurrido: la Plaza de los Siete Templos. Nos detenemos en el centro y, mirando alrededor, nos descubrimos rodeados de construcciones bajas, diríase que a modesta escala humana: un triple juego de pelota, siete templos menores y un edificio ceremonial.
La sensación es de quietud absoluta, como si el tiempo hubiera dejado de transcurrir. A pesar de nuestra reticencia –el lugar invita a la introspección– Haroldo nos hace aplaudir, interrumpiendo el silencio apenas punteado por los aullidos lejanos de los monos. El aplauso se repite en ecos, al igual que nuestras voces. Y así pasamos de la reverencia al juego. Como invocados por el espíritu lúdico aparecen de la nada los maestros de la astucia y la levedad: dos monos araña que dejan caer una andanada de carozos sobre nuestras cabezas mientras cruzan bamboleándose de rama en rama para luego desaparecer, como si fantasmalmente quisieran conducirnos hacia la aguada que separa los Siete Templos de la Plaza de la Gran Pirámide.
El cielo vuelve a mostrarse en todo su esplendor. El petén donde otrora habitaban los quetzales (hoy sólo puede vérselos, con paciencia y suerte, en los bosques nubosos) parece haber cedido a la intervención de la mano humana: asediados por la furia de los elementos, el Templo del Gran Sacerdote, la Acrópolis Central y el Templo de las Máscaras se yerguen como invencibles centinelas del más impactante de todos: el Templo del Gran Jaguar. No es el más alto (mide “apenas” 45 metros) y fue construido por el gobernante Aj Cacao, o Señor A, en el año 700. Pero lo envuelve un aura distinta: como si desde su crestería fuera a descender, deslizándose silenciosamente por sus 90 escalones, Ix, el náwal felino que imaginamos señor de la jungla y guardador de estas ruinas sagradas.
Por Teresa Arijón. Fuente: http://www.lugaresdeviaje.com/