El último vuelo del principito
¿Qué le ocurrió a Antoine de Saint-Exupéry, el legendario aviador y escritor francés?Una lluviosa mañana de septiembre, Jean-Claude Bianco, capitán del barco pesquero L’Horizon, lanzó la red en las agitadas aguas del Mediterráneo, cerca de la costa de Marsella, Francia. Mientras avanzaba lentamente, empezó a describir una curva amplia hacia el Este y luego retomó el rumbo hacia la isla de Riou. Al cabo de tres horas, había recorrido dos veces la ruta y, unos 100 metros abajo, la enorme red había barrido el lecho marino, atrapando peces y todo lo que encontraba a su paso.
Ya con la red a bordo, la tripulación se puso a clasificar la captura y devolver al mar los desechos. El segundo oficial Habib Benamor estaba a punto de lanzar por la borda un negruzco trozo de sedimento calcificado cuando vio brillar algo en él. Intrigado, golpeó el fragmento con un martillo y liberó lo que había dentro: una pulsera de identidad, con su cadena casi intacta. Estaba agrietada y ennegrecida, pero aún dejaba ver algo de brillo en un borde.
Benamor le mostró su hallazgo al capitán. Con esponja y detergente, Bianco limpió la pulsera y vio una inscripción que decía: ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, y al lado de este nombre, (CONSUELO). Con gran emoción el capitán se dio cuenta de que la red de su barco había sacado del mar la clave del mayor enigma literario del siglo XX: la desaparición, medio siglo antes, de Antoine de Saint-Exupéry, uno de los escritores franceses más queridos, autor del inmortal libro infantil El Principito. “Nos sacamos la lotería”, comentó Bianco aquel día de 1998. Pero ese fue solo el comienzo de la historia.
El aristocrático “Saint-Ex” nació en 1900. A los 12 años descubrió los aviones en la pequeña pista de aterrizaje de Ambérieu, cerca de Lyon. Logró convencer a un piloto para que lo llevara en una de esas máquinas traqueteantes y se enamoró para siempre del placer de volar.
A los 21 años se convirtió en cadete de aviación militar y a los 26 ingresó como piloto a Aéropostale, el nuevo servicio de correo aéreo a Casablanca y Dakar, que en aquel entonces eran las colonias africanas de Francia en Marruecos y Senegal. Al cabo de un año lo nombraron jefe de la estación de escala de cabo Juby, en el desierto del sur de Marruecos. Se encargaba de las rutas postales en el desierto y de buscar y rescatar pilotos accidentados. Posteriormente lo enviaron a Buenos Aires, a fin de abrir una nueva ruta a la Patagonia.
Para el público que leía en los diarios las hazañas de los temerarios hombres que entregaban sus cartas, los vuelos por las rutas postales de los años 20 y 30 eran como nuestros viajes espaciales de hoy, y aquellos pilotos, con sus chaquetas de cuero, eran considerados héroes.
Inspirado en sus experiencias en Aéropostale, Saint-Ex escribió las primeras novelas, Correo del sur y Vuelo nocturno, que lo volvieron famoso. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, varios accidentes y hospitalizaciones dejaron a Saint-Exupéry magullado y con dolores crónicos. Aunque tenía 39 años y ya no era apto para vuelos de combate, insistió en luchar por su país y cumplió peligrosas misiones fotográficas en la Unidad de Reconocimiento 2/33 de la Fuerza Aérea francesa. Tras la derrota de Francia, viajó a los Estados Unidos, donde empezó a escribir y hacer las ilustraciones de El Principito.
Esta obra se convirtió en uno de los mayores éxitos en la historia de la literatura universal. Narra la historia de un niño, único habitante del asteroide B 612, que se siente cautivado por una bella rosa, pero discute con ella y se marcha a explorar la vida en otros planetas. A través de un zorro aprende la sabiduría de la vida: “Solo se ve bien con el corazón”. El libro, extravagante y encantador, es sin duda autobiográfico. La rosa simboliza a Consuelo, la esposa salvadoreña de Saint-Exupéry, y el incansable y curioso príncipe es él mismo que reflexiona sobre la vida mientras vuela entre las estrellas.
En 1943 Saint-Ex se reincorporó a la Unidad de Reconocimiento 2/33 de la Fuerza Aérea francesa en el norte de África y luego se trasladó a una nueva base en Córcega. Con equipo y apoyo de los Estados Unidos, la unidad 2/33 era un grupo especial integrado por audaces aviadores jóvenes. A sus 44 años y con sobrepeso, Saint-Ex no era apto para los ultramodernos Lockheed P-38 Lightning, aviones caza de dos motores en los que ahora volaba su unidad, pero usó su fama y contactos políticos para lograr que lo asignaran al menos a cinco misiones.
En su segunda misión se fue de la pista de aterrizaje y fue sancionado por causar graves daños a la nave. Era un mal momento para él. Tenía problemas con su esposa y de dinero, y se sentía deprimido y humillado por la sanción recibida. Los partidarios del general Charles de Gaulle, líder francés durante la guerra, le echaban en cara que hubiera volado a los Estados Unidos en vez de unirse al gobierno en el exilio en Londres.
Empezó a pensar en suicidarse. “Me resulta del todo indiferente la idea de morir”, le escribió a un amigo, y a otros pilotos les contó que una adivina le había vaticinado que perdería la vida en el mar. Haciendo uso de sus influencias, logró la reincorporación al servicio activo. El lunes 31 de julio de 1944 despegó del campo aéreo de Poretta, en Córcega, para realizar una misión cartográfica en el este de Francia, cerca de la frontera con Suiza, en un avión F-5B, pero nunca volvió a tierra.
¿Qué le ocurrió? En los 60 años siguientes se plantearon varias hipótesis, pero Saint-Ex, la figura literaria, se fue transformando poco a poco para los franceses en un héroe de guerra: un aviador valiente y solitario que luchó para liberar a su país.
En 1993 el Banco Nacional de Francia emitió un billete de 50 francos con el retrato del aviador y su ilustración de El Principito. A los franceses, en especial a sus familiares, siempre les gustó pensar en su desaparición en los términos poéticos que el libro nos regala hacia el final: “Cuando por las noches mires al cielo, al pensar que en una de aquellas estrellas estoy yo riendo, será para ti como si todas las estrellas riesen”.
Un día después del hallazgo de la pulsera, Bianco se la llevó a Henri-Germain Delauze, fundador y presidente de Comex, una empresa de buceo industrial con sede en Marsella. Este ingeniero y buscador de naves hundidas empezó a soñar entonces con encontrar algo más importante: el avión de Saint-Ex.
Tras guardar la pulsera en un lugar seguro, dirigió su barco de exploración Minibex a la zona donde pescaba L’Horizon y comenzó a escudriñarla con los equipos más avanzados disponibles: un sonar de barrido lateral, un robot electrónico guiado por cables y un minisubmarino con capacidad para dos tripulantes. La búsqueda se realizó durante dos semanas y abarcó más de 100 kilómetros cuadrados del lecho marino, pero no se encontraron rastros de ningún avión.
La noticia corrió rápidamente y, a finales de octubre, Hervé Vaudoit, del diario La Provence de Marsella, publicó un artículo en la página principal que anunciaba el descubrimiento de la pulsera de Saint-Ex.
Pero, ¿dónde estaba el avión? Entonces entró en escena Luc Vanrell, un buzo profesional dueño de una tienda y una escuela de buceo en Marsella, el cual recordaba haber fotografiado en 1982 un campo de desechos metálicos cerca de la isla de Riou. Había enviado sus fotos a varios expertos de Francia y de otros países europeos, aunque ninguno había podido identificar de qué se trataba. Esta vez Vanrell comprendió que podrían ser los restos de algo importante.
Volvió al sitio donde fue hallada la pulsera, tomó más fotos y las envió por correo electrónico a veteranos de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Uno de ellos era Jack Curtis, un ex piloto de Lockheed P-38 del famoso 367º Escuadrón de Combate, quien estaba interesado en la búsqueda.
A lo largo de dos años, alentado por Curtis y provisto de un montón de documentos técnicos sobre el avión P-38, Vanrell hizo varias inmersiones en la zona de escombros y fotografió los restos oxidados y llenos de lapas incrustadas. Se convirtió en un experto en identificación submarina: el eje de un control de alerones aquí, el armazón de una válvula de sobrealimentación allá, el bastidor del soporte del tren de aterrizaje más allá...
Era un trabajo meticuloso y lento, y se recuperaban muy pocos objetos porque era evidente que el avión había explotado al estrellarse y los fragmentos de la nave se habían esparcido sobre una zona enorme.
En mayo de 2000 Vanrell hizo una declaración oficial sobre su hallazgo ante el DRASSM, un departamento del Ministerio de Cultura especializado en arqueología submarina con sede en Marsella. Al día siguiente se reunió con Bianco y Delauze para revelarles un secreto: todos los objetos encontrados pertenecían a un avión F-5B de la serie J. Resultó que cuatro de estos aviones cayeron en el mar y ya se habían identificado tres. El otro, por consiguiente, tenía que ser el de Saint-Exupéry.
La única forma de saberlo era llevar los objetos a la superficie y buscar sus números de serie. Sin embargo era ilegal extraer artefactos del lecho marino. Alarmada por el saqueo por parte de buzos aficionados de restos de barcos y aviones hundidos, Francia había promulgado leyes muy rigurosas para proteger el patrimonio arqueológico del país. Los familiares sobrevivientes de Saint-Exupéry también se habían levantado en armas. “Todo el tiempo se opusieron a la búsqueda”, explicó Vaudoit, el periodista de La Provence. “Para ellos, el paradero de Saint-Ex era una especie de mito sagrado”.
El DRASSM no autorizó una misión de identificación formal hasta tres años después. En septiembre de 2003 Delauze nuevamente se dirigió en el Minibex a las cercanías de la isla de Riou y, con la guía de Vanrell desde las profundidades, consiguió subir a la superficie el tren de aterrizaje del avión, un sobrealimentador, una sección de aluminio del fuselaje y algunos componentes hidráulicos y eléctricos. Luego de varias inmersiones, recuperaron quizás el 10 por ciento de la aeronave.
Philippe Castellano, historiador aficionado, buzo y presidente de Aero-Re, L.I.C, un club especializado en localizar e identificar restos de aviones caídos de la Segunda Guerra Mundial, fue reclutado para que se encargara de la identificación. Él sabía qué buscar exactamente. “Lockheed identificaba sus aviones con cuatro números de construcción específicos para cada nave, grabados en diferentes puntos de la estructura, los cuales probablemente se conservarían en caso de un accidente”, explicó. “Lo que buscaba yo era el número 2734. Ése era el Santo Grial”.
Inclinados por encima de los trozos de metal esparcidos en el piso de concreto de un hangar prestado, Castellano y sus asistentes revisaron pacientemente cada uno de los objetos recuperados, como joyeros que inspeccionan diamantes. Cuando examinaban el armazón de un sobrealimentador de motor, el corazón de Castellano dio un brinco. Allí estaba, en la parte inferior izquierda, grabado a mano sobre el acero con martillo y punzón: el número 2734. —¡Aquí está, amigos! —exclamó—. ¡Lo encontramos!
Era la prueba de que Antoine de Saint-Exupéry perdió la vida en el Mediterráneo, más o menos a un kilómetro de la isla de Riou.
Ahora bien, ¿qué le sucedió al escritor y por qué? Quizá fue derribado por un avión alemán, o tal vez fue una falla en uno de los motores o en el sistema de ventilación de la nave lo que ocasionó su muerte. Los archivos de la Luftwaffe —la Fuerza Aérea de Alemania— no guardan registro de ningún P-38 derribado el 31 de julio de 1944, y no se hallaron orificios de balas en los objetos recuperados. Además, un P-38 podía volar con un solo motor. Con respecto a un posible desperfecto en el sistema de ventilación, habría habido suficiente aire para respirar cuando Saint-Ex descendió a altitudes más bajas.
Las huellas de impacto en los objetos recuperados en el mar —trozos de acero inoxidable doblados y aplastados— y la posición de las válvulas de sobrealimentación revelan que el último momento de Saint-Exupéry en vuelo fue en posición casi vertical, con los motores a toda marcha, lo que indicaría que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
El 31 de julio de 2004, 60 años después del día de la desaparición de Saint-Exupéry, el barco pesquero Jalifa, comandado por Habib Benamor, atracó a un kilómetro de la isla de Riou. Vanrell iba a bordo, junto con Delauze, Castellano, Bianco, Vaudoit y muchas de las demás personas que participaron en la búsqueda a lo largo de más de seis años. Un sacerdote pronunció unas palabras, y se leyeron extractos de los libros de Saint-Ex, entre ellos, El Principito. Luego se arrojó un ramo de flores al mar.
Es posible que los admiradores de Saint-Exupéry de todo el mundo, quienes siguen disfrutando la magia que él creó con su pluma, prefieran la predicción del Principito: “Tendrás pena. Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad”.