El pan de cada día
¡Papá tengo hambre!Pasaba del medio día, el olor de pan caliente invadía aquella calle, un sol radiante invitaba a todos a buscar la sombra.
Ricardito no aguantó el olor rico del pan y dijo: ¡Papá tengo hambre!
El padre, Agenor, sin tener un centavo en el bolsillo, caminaba desde muy temprano en busca de un trabajo, mira con ternura al hijo y le pide un poco más de paciencia.
“Pero papá, ¡desde ayer no comemos nada, tengo mucha hambre!
Avergonzado, triste y humillado en su corazón de padre, le pide al hijo esperar en la vereda mientras entra en la panadería que estaba enfrente. Al entrar se dirige a un hombre en el mostrador: “Señor, estoy con mi hijo de tan sólo 6 años en la puerta, con mucha hambre, no tengo ninguna moneda, pues salí temprano para buscar un empleo y nada encontré, le pido que en el Nombre de Jesús me dé un pan para que yo pueda matar el hambre de mi niño, a cambio puedo barrer el piso de su negocio, lavar los platos, vasos, u otro servicio que usted necesite”
A Amaro, el dueño de la panadería le extraña que aquel hombre de semblante calmo y sufrido, pida comida a cambio de trabajo, pero le dice que llame al niño.
Agenor toma a su hijo de la mano y lo presenta a Amaro, que inmediatamente dispone que los dos se sienten junto al mostrador, y le indica a su esposa que les sirva dos platos de la comida del día: arroz, lentejas, carne picada y huevo. Para Ricardito era un sueño, comer después de tantas horas en la calle. Para Agenor, un dolor más, ya que comer aquella comida maravillosa le hacía recordar a su esposa y a sus dos hijos que quedaron en casa solamente con un puñado de arroz. Gruesas lágrimas bajaban de sus ojos ya en el primer bocado.
La satisfacción de ver a su hijo devorando aquel plato simple como si fuera un manjar de los dioses, y el recuerdo de su pequeña familia en casa, fue demasiado para su corazón tan cansado después de dos años de desempleo, humillaciones y necesidades.
Amaro se aproxima a Agenor y al darse cuenta de su emoción, bromea para relajarlo: ¡OH, María! Tu comida debe estar muy fea. Mira a mi amigo, ¡está llorando de tristeza por el menú!
Inmediatamente, Agenor sonríe y dice que nunca comió comida tan apetitosa, y que le agradecía por darle ese placer.
Amaro le aconseja que tranquilice su corazón, que almorzase en paz y después conversarían acerca de su situación.
Más confiadamente, Agenor seca las lágrimas y empieza a almorzar, ya que su hambre estaba agobiándolo y afectando su emotividad.
Después del almuerzo, Amaro invita Agenor para conversar en el fondo de la panadería, donde había un pequeño escritorio. Agenor cuenta entonces que hace más de dos años había perdido el empleo y desde entonces, sin una especialidad profesional, sin estudios, estaba viviendo de pequeñas “changas aquí y allí”, pero que hacía dos meses no conseguía nada.
Amaro resuelve entonces contratar a Agenor para servicios generales en la panadería, y le prepara al hombre una canasta básica con alimentos para por lo menos quince días.
Agenor, con lágrimas en los ojos agradece la generosidad de aquel hombre y remarca para el día siguiente su inicio en el trabajo. Al llegar a casa con toda aquella cantidad de víveres, Agenor es un nuevo hombre, sentía que su vida tomaría nuevo impulso. La vida le estaba abriendo más que una puerta, era toda una esperanza de días mejores.
Al día siguiente, a las 5 de la mañana, Agenor estaba en la puerta de la panadería ansioso de iniciar su nuevo trabajo. Amaro llega luego y sonríe a aquel hombre que ni él sabía por qué estaba ayudando.
Tenían la misma edad, 32 años, e historias diferentes, pero algo dentro de él lo llevaba a ayudar a aquella persona. Y, no se equivocó.
Durante un año, Agenor fue el más dedicado trabajador de aquel establecimiento, siempre honesto y extremadamente celoso con sus deberes.
Un día, Amaro llama a Agenor para una charla y le habla de una escuela que abrió para la alfabetización de adultos a una cuadra de la panadería, y que él tenía interés en que Agenor estudiara y Agenor aceptó la propuesta de capacitarse.
Nunca se olvidó de su primer día de clase: la mano trémula en las primeras letras y la emoción de la primera carta.
Doce años han pasado desde aquel primer día de clases.
Encontramos al Lic. Agenor Baptista de Medeiros, abogado, abriendo su oficina a su primer cliente, y después a otro y a otro más. Al medio día baja para beber un café en la panadería del amigo Amaro, que queda impresionado al ver su antiguo empleado tan elegantemente vestido con su primer traje.
Los años pasan, y ahora el Lic. Agenor Baptista, tiene una clientela que mezcla los más necesitados que no pueden pagar, y los más adinerados que pagan muy bien. Así es que decide crear una institución que ofrece a los desvalidos, a los que andan deambulando por las calles, a las personas desempleadas y con carencias de todo tipo, un plato de comida diariamente a la hora del almuerzo.
Más de 200 comidas se sirven diariamente en aquel lugar administrado por su hijo, el ahora nutricionista Ricardo Baptista.
Todo cambió, todo pasó, pero la amistad de aquellos dos hombres, Amaro y Agenor impresionaba a todos los que conocían un poco de la historia de cada uno.
Cuentan que a los 82 años los dos fallecieron el mismo día, casi a la misma hora, y murieron plácidamente con la sonrisa del deber cumplido.
Ricardo, el hijo, mandó grabar una placa que colocó delante de la “Casa del Camino”, que su padre fundó con tanto cariño, lo siguiente:
“¡Un día yo tuve hambre, y me alimentaste!
Un día yo estaba sin esperanzas y me diste un nuevo rumbo.
Un día me desperté solo, y me diste la paz, y eso no tiene precio.
¡Qué la paz habite en tu corazón y alimente tu alma!
¡Y que te sobre el pan de la misericordia para compartirlo con quien lo necesita!”