Cómo son los dandis del siglo XXI
En Londres siguen pidiendo permiso, pero ahora abren las piernas para comer empanadas.
Por Nicolás Artusi - @sommelierdecafe
Ajustado por las costuras de un sastre que lleva al traje su mirada acerca de cómo debe ser el mundo (ya no ancho y ajeno, sino estrecho y propio), el caballero inglés lucha contra el traspié que podría arruinar el ambo de tweed o poner la mácula sobre el zapato lustradísimo: chorrea la empanada. Estoy en el Borough Market de Londres, el mercado más antiguo de la ciudad (todo aquí tiene abolengo: funciona desde el año 1014, ¡hace exactamente un milenio!), que desde la orilla sur del Támesis propone la empanada criolla de carne, huevo y juguito traicionero como alternativa para el menú popular y obrero de fish and chips, y como desafío para el dandi moderno que, en la búsqueda del exotismo gastronómico, acaso la experiencia más aventurera que el hombre citadino hoy se permita, flaquea ante el noble pero traicionero repulgue.
En la tienda Porteña conviven el malbec con los alfajores, el dulce de leche con la yerba y, a pasos nomás del Shard, la torre más alta de Europa occidental donde tal vez tenga su oficina, el caballero hace de la empanada un hábito muy british: la come con clase. Si el último filón de la cultura britpop fue la serie Downton Abbey, que en su mitología de la aristocracia de un siglo atrás actualiza la idea de que uno es como persona según cómo se comporte en la mesa, Londres sigue siendo la capital mundial de los buenos modales.
"Pase usted, después de usted": como en una comedia de situación donde los pasos se repiten en una rutina invariable, pude comprobar cómo el hombre de cualquier edad conserva los rituales caballerescos al abrir la puerta para que entre una dama, cederle el asiento en el subte o cuidarla del chapuzón al darle en la calle el lugar junto a la pared. En los restaurantes de cierto nivel, una etiqueta no escrita prohíbe el celular sobre la mesa y aquel que deba atender una llamada urgente tendrá que salir a compartir el destierro de los fumadores. Y así.
Ahí donde la filigrana real se multiplique en cabinas telefónicas, señales viales o los mil y un souvenirs, la tradición de unos modales vagamente aristocráticos se mantiene en la pompa de cada saludo o en la etiqueta de vestir, aun en la capital de los punks y los mods: todos los hombres usan saco. Pero lo cortés no quita lo moderno: los jóvenes heredan de los mayores un código de cortesías que con el fútbol, el humor cáustico o el tecito de las cinco de la tarde resumen una cierta idea de lo que es ser británico. Si en la década del sesenta los sociólogos hablaban de la "elegancia de la clase obrera" para explicar el garbo de los que no tienen coronita, aquella apología del dandismo llega a estos días con el mismo patrón de tradición actualizada de la serie Sherlock de la BBC: el detective resuelve los misterios con flema victoriana, pero se vale del GPS para ayudar a la deducción. Y esa acaso sea una síntesis de lo que es ser un caballero inglés del siglo XXI, en su paradójica estampa de clasicismo moderno.
Ajustado por las costuras de un sastre que lleva al traje su mirada acerca de cómo debe ser el mundo (ya no ancho y ajeno, sino estrecho y propio), el caballero inglés lucha contra el traspié que podría arruinar el ambo de tweed o poner la mácula sobre el zapato lustradísimo: chorrea la empanada. Estoy en el Borough Market de Londres, el mercado más antiguo de la ciudad (todo aquí tiene abolengo: funciona desde el año 1014, ¡hace exactamente un milenio!), que desde la orilla sur del Támesis propone la empanada criolla de carne, huevo y juguito traicionero como alternativa para el menú popular y obrero de fish and chips, y como desafío para el dandi moderno que, en la búsqueda del exotismo gastronómico, acaso la experiencia más aventurera que el hombre citadino hoy se permita, flaquea ante el noble pero traicionero repulgue.
En la tienda Porteña conviven el malbec con los alfajores, el dulce de leche con la yerba y, a pasos nomás del Shard, la torre más alta de Europa occidental donde tal vez tenga su oficina, el caballero hace de la empanada un hábito muy british: la come con clase. Si el último filón de la cultura britpop fue la serie Downton Abbey, que en su mitología de la aristocracia de un siglo atrás actualiza la idea de que uno es como persona según cómo se comporte en la mesa, Londres sigue siendo la capital mundial de los buenos modales.
"Pase usted, después de usted": como en una comedia de situación donde los pasos se repiten en una rutina invariable, pude comprobar cómo el hombre de cualquier edad conserva los rituales caballerescos al abrir la puerta para que entre una dama, cederle el asiento en el subte o cuidarla del chapuzón al darle en la calle el lugar junto a la pared. En los restaurantes de cierto nivel, una etiqueta no escrita prohíbe el celular sobre la mesa y aquel que deba atender una llamada urgente tendrá que salir a compartir el destierro de los fumadores. Y así.
Ahí donde la filigrana real se multiplique en cabinas telefónicas, señales viales o los mil y un souvenirs, la tradición de unos modales vagamente aristocráticos se mantiene en la pompa de cada saludo o en la etiqueta de vestir, aun en la capital de los punks y los mods: todos los hombres usan saco. Pero lo cortés no quita lo moderno: los jóvenes heredan de los mayores un código de cortesías que con el fútbol, el humor cáustico o el tecito de las cinco de la tarde resumen una cierta idea de lo que es ser británico. Si en la década del sesenta los sociólogos hablaban de la "elegancia de la clase obrera" para explicar el garbo de los que no tienen coronita, aquella apología del dandismo llega a estos días con el mismo patrón de tradición actualizada de la serie Sherlock de la BBC: el detective resuelve los misterios con flema victoriana, pero se vale del GPS para ayudar a la deducción. Y esa acaso sea una síntesis de lo que es ser un caballero inglés del siglo XXI, en su paradójica estampa de clasicismo moderno.
Fuente: http://www.conexionbrando.com/