Año Nuevo, tiempo de respuestas
El presente es el tronco de un árbol que funciona como puente entre las raíces (el pasado) y la fronda (el futuro). No hay árbol sin uno de estos tres componentes.«Dejarás de temer cuando dejes de esperar». Esto creía Hecato de Rodas, filósofo griego que vivió en el siglo I a.C. Hecato era estoico y la escuela estoica (que tuvo entre sus grandes mentores a un esclavo como Epicteto, un gran orador y escritor como Séneca y un emperador como Marco Aurelio, griego el primero y romanos los otros dos) sostenía que había que vivir de acuerdo con las leyes de la naturaleza, sin transgredirlas ni pretender doblegarlas. De ahí nacía el desapego que propone la frase de Hecato.
Han pasado más de veinte siglos desde entonces y no parece simple, hoy y aquí, vivir sin esperar. Sobre todo cuando va a iniciarse un nuevo ciclo de 365 días, 52 semanas y 12 meses que cada quien recordará luego por motivos distintos, algunos tristes o sombríos, otros jubilosos y estimulantes. El tiempo es una abstracción a la que hemos dado forma de calendarios y relojes. Sometidos a lo que estos marcan, el final de un año suele hallarnos sumidos en un complejo cóctel de emociones, sentimientos y sensaciones. Satisfacción por lo logrado y renovadas energías para ir por más (más de lo mismo o de algo nuevo). Desazón o frustración por lo que no fue o se truncó. La sensación de que no pasó nada extraordinario (para bien o para mal). La certeza de que fue el mejor año de nuestra vida. O la impaciencia para que se termine pronto. O la ansiedad para que empiece cuanto antes el próximo.
¿Qué me deparará la vida en este nuevo año? ¿En qué terminará esta situación que me preocupa? ¿Se cumplirá el proyecto que estoy a punto de iniciar? ¿Será éste el año de mi independencia? ¿Terminará por fin esta racha de años difíciles? ¿Seguirá abierta la buena senda por la que vengo hasta aquí? Cada tic tac que acerca el reloj a las 12 campanadas finales del 31 de diciembre, agrega una nueva pregunta o da mayor intensidad a las que ya están hechas. No falta quien dice: "Es una fecha más, no hay que darle tanta importancia". O el que promete irse a dormir a la misma hora de siempre, ajeno al mundanal ruido. Está también el que cumple con su cábala de esperar despierto el amanecer del primer día del nuevo año, junto a los que estrenan ropa interior de un color específico (rojo o rosa, depende) para favorecer la tarea de los astros y los hados.
Con diferentes actitudes y estilos no podemos disociarnos de nuestra condición de seres gregarios, que vivimos en pequeños o grandes rebaños, seres que nos necesitamos aunque a menudo nos desdeñemos, que nos damos entidad e identidad a través de nuestros vínculos. Aun el más ermitaño necesita periódicamente alguna noticia de la humanidad a la que pertenece, aunque más no sea para mantenerse al margen de ella. Los otros son la referencia de su retraimiento. Entonces, cada quien su propios interrogantes, expectativas e inquietudes buscamos formas de reunirnos para esperar.
Preguntas sin destinatario
Hay quienes pronuncian en voz alta las preguntas que los inquietan. Otros prefieren transitar con ellas en silencio. Lo cierto es que el tiempo hace su trabajo, el ritual se repite y las inquietudes están allí. ¿Tienen respuesta todas las preguntas que florecen en la frontera de un año que agoniza y otro que nace? Si las hay, ¿calmarán esas respuestas nuestras inquietudes?
Antes que nada habría que determinar a quién le planteamos todos aquellos interrogantes acerca de lo que nos espera. ¿Quién podría responder a semejantes inquietudes? ¿Los astros? ¿Las líneas de nuestra mano? ¿La borra de nuestro café? ¿Una bola de cristal? ¿Un sabio gurú descendido de una ignota montaña? ¿Una computadora programada al efecto? ¿Dios?
El médico y filósofo vienés Viktor Frankl (1905-1997), autor de El Hombre en busca de sentido, La voluntad de sentido y La presencia ignorada de Dios, entre otras obras esenciales, sostenía que estas preguntas son erróneas y que, por lo tanto, nunca encontraremos respuestas o las respuestas serán fugazmente satisfactorias antes de que nos sintamos nuevamente angustiados. Es que, según Frankl, nuestra tarea no es hacer preguntas sino dar respuestas. No somos interrogadores sino interrogados. Es la vida quien nos pregunta. ¿Pero quién representa a la vida en la formulación de las preguntas? Joseph B. Fabry (1909-1999), condiscípulo y amigo de Frankl, y autor a su vez de "La búsqueda de significado", apuntaba que para los religiosos las preguntas las hace Dios y para quienes no lo son provienen de la realidad, del día a día. "En todo caso, escribía, algo o alguien por fuera o por encima de nosotros está planteando los interrogantes. Lo importante es comprender que ha sido formulada la pregunta y que exige una respuesta."
No se trata de responder con lo primero que a uno se le ocurra, arbitrariamente. La pregunta está planteada a través de las situaciones que la vida pone ante nosotros minuto a minuto en cada día de nuestra existencia. A través de tales circunstancias se nos cuestiona acerca de nuestros valores, de nuestros sentimientos, de nuestros afectos, de nuestros sueños, de nuestra actitud ante los otros, de nuestras responsabilidades, de nuestra conducta ante el sufrimiento cuando éste se presenta. Se nos pregunta si estamos siendo coherentes, conscientes, si estamos eligiendo responsablemente y haciéndonos cargo de nuestras elecciones y decisiones, si estamos actuando moralmente o utilitariamente, si estamos comprometidos con la sociedad y con el mundo que habitamos o si sólo estamos sacando provecho de ellos sin preocuparnos de lo que provocamos con nuestras actitudes. Se inquiere si trascendemos (si nuestras acciones y conductas nos conectan con algo que está más allá del horizonte de nuestro ombligo) o si meramente nos dedicamos a pasarla lo mejor posible, indiferentes a toda otra cuestión. Se nos invita a revisar si estamos surfeando sobre la superficie de la vida o si buceamos en su compleja, rica, asombrosa y misteriosa profundidad.
Tiempo de autoexámen
Todo lo anterior significa que cuando nos alcanzan y nos rodean las preguntas y las expectativas que acompañan a la transición de un año al otro, ellas abren un tiempo de autoexamen. Estamos siendo interrogados. ¿Qué dejamos atrás con el último aliento del año? ¿Cómo hemos hecho lo que hicimos? ¿Dimos lo mejor de nosotros en aquello que emprendimos? ¿Dimos todo e incluso algo más? ¿Hemos dejado una semilla? No se trata de medir en términos de éxito o fracaso simplemente, sino de actitud, de compromiso con lo emprendido, del rumbo en el que se marchó o se marcha. Las preguntas de la vida no se responden con palabras ya que tampoco son formuladas verbalmente. No provienen de una voz en off que nos habla desde algún altavoz instalado en el universo. Se responde a través de acciones emprendidas o por emprender, de actitudes asumidas o por asumir, de decisiones tomadas o por tomar, de elecciones hechas o por hacer. Cada una de ellas tiene un efecto, una consecuencia. Y esto requiere una nueva elección, una nueva decisión, una nueva actitud, una nueva acción. Así nos vamos convirtiendo en arquitectos de nuestro destino. No sólo por las visiones, los proyectos, los sueños o las utopías que nos guían hacia adelante, sino también por las huellas que vamos dejando atrás, tanto en nuestras vidas como en las de otros.
Visto así, un fin de año no borra nada. En todo caso nos da la oportunidad de integrar lo vivido al presente de nuestra vida y de contemplar ese presente como un punto de unión del pasado que fue y el futuro que aguarda. Igualmente, visto así el comienzo de un nuevo año, más que inauguración, es continuación. Nuestra vida no es una sucesión de espasmos que se suceden unos a otros cada 365 días. Si así ocurriera, viviríamos en el instante, jamás en el presente. El instante es un chispazo fugaz. El presente es el tronco de un árbol que funciona como puente entre las raíces (el pasado) y la fronda (el futuro). No hay árbol sin uno de estos tres componentes.
En los tiempos líquidos de los que habla lúcidamente el sociólogo y pensador polaco Zygmunt Bauman, en los que nada (ni vínculos ni proyectos) alcanza a consolidarse, en los que casi todo pasa a la categoría de fue antes aun de haber sido o de alcanzar a demostrar lo que podía ser, es importante poder preservar esta integridad de planos temporales que nos permite ver nuestra vida como una continuidad plena de significado, antes que como una dispersión en la que cada año es un fragmento aislado.
Mapas y Territorios
Porque la vida es continuidad recordamos, podemos mirar el camino andado y hacer balances. Y porque es continuidad podemos mirar hacia adelante, proyectar, esperar. Podemos esperar pasivamente confiando en que sólo por desearlo (y por haberlo reforzado con algunas cábalas, promesas y pases de diferentes magias) ocurrirá. Podemos creer que se hará realidad nuestro deseo o nuestra esperanza porque alguien nos aseguró que así está escrito. Claro que en ese caso estaríamos confundiendo el mapa con el territorio. Contar con un mapa contribuye a orientarnos, pero no nos releva de hacer el viaje y de confrontar con las realidades del terreno. Algunas de ellas confirman lo que el mapa anunciaba, otras son accidentes inesperados. Para llegar hay que viajar. Ello significa correr riesgos, afrontar la incertidumbre, mantener el rumbo en condiciones adversas, confirmar la decisión, templarse ante la frustración.
Todo fortalece y contribuye al regocijo del arribo. También a la satisfacción, a la sensación de deber cumplido que embarga a quien, aun sin haber llegado, avanzó un largo trecho y percibe que el tránsito valió la pena. Tuvo sentido. Así, dentro de 365 días, seguirá siendo un viajero. La escritora y psicoterapeuta austríaca Elisabeth Lukas observa lúcidamente que "siempre tendremos motivos para alegrarnos de que el pasado, sea lo que haya sido, haya sucedido". En todo caso esa alegría dependerá de nuestra actitud ante él.
Contra lo que pensaba Hecato, entonces, somos seres que esperan. Y que de ciertas esperas y esperanzas hacen un ritual, como el que cierra y abre los años. Erich Fromm (1900-1980), el humanista alemán que nos legó obras como El miedo a la libertad, El arte de amar o Del tener al ser, decía que cuando la vida deja de ser atractiva o interesante, es fácil deslizarse hacia la desesperación. Todo lo que emprendemos incluye el futuro e incluye la espera. "¿Quién se esfuerza en plantar árboles, un trabajo para el futuro, si no cree en él?", se pregunta Elisabeth Lukas en su trabajo Paz vital, plenitud y placer de vivir.
Somos Proyectos
Somos seres proyectados. "Alea iacta est", reza una frase histórica de Julio César. Expresa que la suerte está echada. Iacta, en latín, significa echar, y proyectar (pro iactar) entraña lanzar hacia adelante. Hacia la dirección de nuestra vida. Así suele encontrarnos el cierre de un año. Proyectados. Pero el salto sería imposible sin una base desde la que cual impulsarnos, y esa base es lo vivido. En este contexto, saltar es responder existencialmente. Decía Frankl que la vida revela su sentido cuando vivimos para algo y vivimos para alguien (no en forma dependiente y obsesiva, sino liberadora y creativa). Y en esa misma dirección, Thomas Chalmers, teólogo y filósofo escocés que vivió entre mediados del siglo XVIII y mediados del XIX apuntaba: "La dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y algo que esperar".
Acaso no esté de más, al pisar el umbral de un nuevo año, preguntarnos si los proyectos, propósitos y esperanzas con que cruzamos ese portal tienen alguna conexión con aquellas consignas, o si se agotan en alcances más limitados y egoístas. Cuando calendarios y relojes cumplan sus tareas y nos encontremos otra vez en esta situación (dentro de 12 meses, 52 semanas y 8760 horas), ¿habremos dejado el mundo un poco mejor de como está hoy? ¿Lo habrá hecho cada uno de nosotros en su trabajo, en sus vínculos, en su hogar, en su ciudad, en su barrio, en su cuadra? ¿Habrá contribuido cada quien a ello con sus actitudes, sus conductas, sus elecciones y sus decisiones? Como siempre, mientras estemos vivos, como hoy, será el momento de responder. Y cada respuesta abrirá la puerta al siguiente paso del viaje existencial, ese viaje que tiene una estación en cada año.