Leyendas latinoamericanas, identidades e historias

La historia puede analizarse y estudiarse a partir de los hechos reales y sus protagonistas. Pero, el relato estaría incompleto si no se toma en cuenta su cultura e identidad.

Entre los elementos que hacen a las formas de obrar, sentir y pensar de un pueblo hay variables culturales de suma importancia para entender de manera acabada como el sujeto histórico vivía o vive su realidad en un contexto determinado.

Los mitos y las leyendas en la cultura latinoamericana son parte de su identidad. Son aquellos relatos orales que se transmitieron de generación en generación y hasta hoy en día en muchas comunidades mantienen su vigencia.

Especialmente, si desea conocer de forma integral a las culturas indígenas en la región, es imprescindible desentrañar los orígenes y contenidos de sus leyendas, aquellos saberes colectivos ancestrales que representan a la variedad de los pueblos que le han dado origen.

Pero, ¿cuál es su definición? Las leyendas son narraciones creadas por la fantasía popular, enriquecidas por numerosos elementos fantásticos. Su autoría no nace de una sola persona, sino más bien son el producto de la creación colectiva de un pueblo, sobre la que existen distintas versiones. Es decir, el sentir de una comunidad ligado a su propio contexto social e histórico se transforma en creación literaria. Incluso, muchos de estos relatos se han convertido hoy en reconocidas novelas o libros de cuentos.

Pero, en la leyenda no todo es ficción. Su construcción está estrictamente ligada a comunicar o describir un lugar, un acontecimiento, la identidad de una comunidad o su forma cultural. Por ello, es frecuente que quien escucha o lea una leyenda ligue el acontecimiento a la realidad ya que parte de su historia está ligada a elementos reales.

Las leyendas se transmiten, en la mayoría de los casos, en forma de narración oral y la tradición indica que su comunicación es un legado que se pasa de generación en generación.

Algunas de las leyendas latinoamericanas son fundamentales para comprender la identidad de su pueblo. Aquí algunas de las más populares y esenciales de la historia de la región:

Leyenda de la Yerba Mate. Provincia de Corrientes, Argentina

Cuenta la leyenda que un día la luna y una nube se transformaron en dos niñas muy bellas. Ellas quisieron bajar a la tierra pero cuando lo hicieron, perdieron los poderes de los dioses. Comenzaron a caminar por los bosques, observando los árboles, oliendo el perfume de las flores, saboreando los frutos, cuando oyeron los rugidos del yaguareté. En el tronco de un árbol, la fiera se preparaba a saltar sobre las diosas. Las niñas cerraron los ojos pensando resignadas que morirían bajo sus garras cuando oyeron un silbido, un rugido y un golpe.

Abrieron los ojos asombradas y vieron al yaguareté tendido en el suelo con una flecha clavada en el corazón y a un joven indio que se acercaba al tigre. Las diosas desaparecieron rápidamente porque no podían ser vistas por los ojos de ningún ser humano. El indio, contento con su presa, sacó el cuchillo y cuereó al animal. Luego, se durmió profundamente y soñó que una hermosa joven se acercaba a él y le regalaba una planta, diciéndole que era en agradecimiento por haber salvado a Yasí, la luna.

Le explicó que esa planta nueva se llamaba Caá y servía para preparar una bebida que acercaba los corazones de los hombres y alejaba la soledad. Cuando el cazador despertó, descubrió en el bosque, muy cerca suyo una planta nueva: la yerba mate, la yerba milagrosa. Siguiendo las instrucciones de Yasí, tostó las hojas, las puso en una calabacita, vertió agua y con una caña probó la bebida y quedó impactado por su rico sabor. Quiso compartir la bebida con toda la tribu y de mano en mano, el mate fue pasando. Así nació el mate, el premio de Yasí al pueblo guaraní por haberle salvado la vida.

La leyenda del Lago Titicaca, Bolivia

Cuentan que hace mucho tiempo, el lago Titicaca era un valle fértil poblado de hombres que vivían felices y tranquilos. Nada les faltaba; la tierra era rica y les procuraba todo lo que necesitaban. Sobre esta tierra no se conocía ni la muerte, ni el odio, ni la ambición. Los Apus, los dioses de las montañas, protegían a sus habitantes. Sólo un pedido les hicieron, nadie debía subir a la cima de las montañas donde ardía el Fuego Sagrado.

Durante largo tiempo, los hombres acataron este pedido de los dioses. Pero el diablo, condenado a vivir en la oscuridad, no toleraba la felicidad, ni el respeto de quien acata las normas. Cuenta le leyenda, que él fue quien les pidió probar su coraje yendo a buscar el Fuego Sagrado a la cima de las montañas.

Entonces los hombres comenzaron a escalar la cima de las montañas, pero a medio camino fueron sorprendidos por los Apus. Los dioses comprendieron que los hombres habían desobedecido y decidieron exterminarlos. Miles de pumas salieron de las cavernas y se devoraron a los hombres que suplicaban al diablo por ayuda. Pero este permanecía insensible a sus suplicas.

Viendo la situación, Inti, el dios del Sol, se puso a llorar. Sus lagrimas eran tan abundantes que en cuarenta días inundaron el valle. Un hombre y una mujer solamente llegaron a salvarse sobre una barca de junco. Cuando el sol brillo de nuevo, el hombre y la mujer no creían a sus ojos: bajo el cielo azul y puro, estaban en medio de un lago inmenso. En medio de esas aguas flotaban los pumas que estaban ahogados y transformados en estatuas de piedra.

Llamaron entonces al lago Titicaca, el “lago de los pumas de piedra“.

La Cruz de Santa Catarina, México

Vivía en México un anciano llamado Juan Rodríguez de Berlanga. Todos sus deudos habían ido desapareciendo poco a hasta quedar completamente abandonado; sin embargo, su rostro nunca dejó de sonreír. Su casa estaba derruida y el jardín que la circundaba, se encontraba un tanto desaliñado y agreste, denotaba la falta alta absoluta de cuidado. A pesar de contar con tan pocos recursos, sentía un deseo irresistible de levantar una Cruz en el atrio de la Iglesia de Santa Catarina.

Obsesionado con esta idea, recordaba las muchas cruces que se levantaban en México en las iglesias, plazas y edificios. Decía para sí: “En mi iglesia de Santa Catarina, donde recibieron el bautismo y descansan en paz los restos de mis padres y mi esposa, no hay ninguna cruz. . Pero, soy tan pobre, que no tengo con qué levantar esa cruz. Ni siquiera es mío este huerto, ni esta casa, pues, a cuenta de ellos, tuve que pedir dinero prestado para curar primero a mi mujer y más tarde para enterrarla. Tan sólo me quedan dos perales, tan viejos como yo. ¡ Qué puedo hacer !”

Pero, de pronto, replicó: “¡Ya tengo una idea! ¡Bendito sea Dios! Con esos mismos perales haré la cruz que, tanto he deseado“. En efecto, tuvo hasta para pagar al carpintero con el fruto de los árboles, y ya, por fin, se erigía magnífica y airosa la cruz de madera en el atrio de santa Catarina Mártir. Pero su amor incesante a la Santa Cruz le hizo pensar en otra de hierro que rematara la torre de la iglesia y, a pesar de su extrema necesidad y pobreza, vendió lo poquísimo que le quedaba y llevó a cabo su propósito. Lo invadía la felicidad al contemplar aquellas dos cruces, pero sus ojos cansados no acertaban a distinguir desde el suelo, las filigranas de la cruz de hierro de la torre.

Una tarde soleada quiso contemplarla de cerca, y saltándose desde la torre, se encaramó en una bóveda de medio cañón. El sitio no permitía distraerse, pero don Juan no se cansaba de admirarla. Entonces, con los ojos arrasados en lágrimas de felicidad, cruzó sus brazos sobre el pecho, inclinó la cabeza y balbuceó una oración aprendida de boca de su madre cuando era pequeño.

Tras el recuerdo de su madre, sintió vivos deseos de unirse con ella cuanto antes y la invocaba repetidas veces y decía consolándose: “menos mal que ya mis años me van acercando a ti“. Alzó otra vez los ojos para contemplar de nuevo la cruz, pero estaba tan ensimismado, que dio un fatal resbalón y, aunque intentó sujetarse, el anciano cayó, con un grito espanto, dando vueltas en el vacío. Pero a tierra no llegó, pues antes la cruz del atrio había extendido amorosamente hacia delante sus brazos y lo había recogido agonizante con el amor de una madre.

Al día siguiente, todo México desfiló para contemplar a Don Juan, como adormecido en un dulce sueño en los brazos de la Cruz del atrio de Santa Catarina.

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Por Eugenia Plano