17/02/2024

No desaparecemos del todo

María Teresa Ruiz vincula nuestra esencia a la creación universal, sugiriendo que la energía humana persiste en el cosmos tras la muerte, entrelazada con el universo.

El libro «Hijos de las Estrellas» (publicado en 2019 por la editorial Penguin Random House Grupo Editorial en Chile) la astrónoma chilena María Teresa Ruiz destaca que el hidrógeno presente en las moléculas de agua en nuestro cuerpo se formó en el Big Bang hace trece mil setecientos millones de años.

Esta afirmación resalta que cada individuo es una parte integral de la historia del universo desde sus inicios. Según Ruiz, esto sugiere que somos como fractales del universo, inherentes a su creación y con la misma capacidad creativa que él. Esta idea implica que cada ser humano lleva consigo la capacidad de crear, ya que somos hijos de la creación y nacimos de un acto creativo de expansión, tanto a nivel biológico como esencial.

En la intersección de la ciencia y la especulación filosófica, se encuentra una noción fascinante: la idea de que la energía, incluida la que compone nuestro cuerpo humano, no desaparece por completo después de la muerte, sino que persiste de alguna manera en el universo. Esta idea, aunque impregnada de matices espirituales y metafísicos, también puede encontrar eco en conceptos científicos como la conservación de la energía y la termodinámica.

Imaginemos un mundo donde la energía no se pierde, sino que se transforma

Desde el momento en que nacemos, estamos compuestos de energía en diferentes formas: energía química en nuestras células, energía eléctrica en nuestro sistema nervioso, y energía cinética en nuestros movimientos. Cuando morimos, según esta perspectiva, esa energía no simplemente se desvanece en la oscuridad del olvido, sino que continúa su viaje en el vasto cosmos.

En un nivel científico, podemos trazar el destino de nuestra energía. Después de la muerte, nuestros cuerpos se descomponen y se desintegran, pero cada átomo que nos compone sigue existiendo en alguna forma u otra. Los elementos que alguna vez formaron parte de nosotros se dispersan en el medio ambiente, alimentando nuevos ciclos de vida. Nuestros átomos pueden ser absorbidos por plantas, consumidos por animales, o dispersados en el aire y el agua.

Sin embargo, hay algo más profundo en esta noción. La energía que impulsa nuestros pensamientos, nuestras emociones, nuestros recuerdos, ¿qué sucede con ella? Si la mente y el alma son productos de la actividad eléctrica y química en nuestro cerebro, ¿acaso no debería su energía persistir de alguna manera?

Aquí es donde entramos en el reino de la especulación. Algunos sugieren que la energía de nuestra conciencia podría dispersarse en el universo de una manera más sutil, más difícil de medir con los instrumentos científicos actuales. Tal vez nuestras experiencias, nuestros sueños, nuestras pasiones dejan una huella en el tejido mismo del cosmos. En este sentido, podríamos imaginar que, aunque nuestros cuerpos mueren, nuestra energía sigue vibrando en algún nivel, entrelazada con el vasto tapiz del universo.

Esta idea puede sonar poética, incluso reconfortante para algunos. Sin embargo, es importante recordar que hasta ahora no hay pruebas científicas sólidas que respalden la existencia de una «energía del alma» o algo similar. La ciencia tiende a ser escéptica hacia las afirmaciones que no pueden ser probadas o refutadas mediante métodos empíricos.

Pero incluso en ausencia de pruebas definitivas, la idea de que nuestra energía persiste en el cosmos sigue siendo un poderoso recordatorio de nuestra conexión con el universo en el que habitamos. Ya sea que esta energía sea literal o metafórica, nos recuerda que somos parte de algo más grande y más antiguo que nosotros mismos, y que nuestras vidas están entrelazadas de manera inextricable con el tejido del cosmos.

Referencias bibliográficas:

Gentileza, Omar Romano Sforza

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