30/10/2014

La música de París

Los mejores escenarios de la capital francesa para disfrutar del jazz y el recuerdo de Edith Piaf.

Pasa. En algún momento del viaje, sucede. Si alguien se sienta al borde del río Sena o en un bar a ver pasar gente elegante, algún turista entusiasmado por la belleza del paisaje comenzará a tararearla. O quizá ese viajero sea uno mismo. "Quand il me prend dans ses bras. Il me parle tout bas. Je vois la vie en rose", dice la canción más emblemática de Edith Piaf ("Cuando me toma en sus brazos. Me habla en voz baja. Veo la vida en rosa").

Esa melodía está asociada íntimamente a este paisaje urbano de París. Pero la música de la ciudad va mucho más allá de la chanson (canción, en francés) del "Gorrión de París", Yves Montand o el belga Jacques Brel. Luego de la Segunda Guerra Mundial, París se convirtió en una de las grandes capitales europeas del jazz. En Montparnasse -en algún momento, llamaban al barrio el "Harlem de Europa"-, todo el mundo artístico quería escuchar a esos músicos negros que venían del otro lado del Atlántico.

Hoy los teatros parisinos albergan a los grandes nombres internacionales de todos los géneros y a los artistas independientes que producen músicas experimentales influenciadas por las distintas corrientes migratorias. Acá va, entonces, un recorrido azaroso por algunos locales de jazz, otros para disfrutar de la chanson francesa y por algunos escenarios de músicos callejeros.

El lugar indicado

La rue des Lombards fue famosa durante la París medieval porque era el centro comercial de los lombardos. Pero en estos días es célebre por otros motivos. El lugar alberga a tres de los clubes de jazz más exquisitos de la ciudad: Le Duc des Lombards, Sunset/Sunside y Le Baiser Salé. Elijo este último (58 rue des Lombards) porque es noche de lunes. Y son célebres sus jam session (sesiones de improvisación), con el percusionista Francois Constanti como anfitrión.

La entrada es igual a la de cualquier bar parisino, con esas sillas encantadoras siempre mirando a la calle, que parecen un balcón para ver pasar la ciudad. Hay que subir una escalera de madera angosta para llegar a este pequeño club (siete euros el derecho de espectáculo y un promedio de entre cuatro y seis un trago). No hay más de veinte mesas circulares. El techo es bajo y en la pared que da al escenario hay una bandera con el nombre del club, con dibujos de palmeras y ambiente caribeño que pueden confundir al melómano distraído. Cualquier duda termina cuando empiezan a tocar.

Constanti dirige una banda exquisita, que va del jazz que tocaban aquellos músicos negros a la "chanson" de grito desgarrado, pasando por ritmos caribeños que le hacen honor a la palmera de la bandera. En algún momento, el anfitrión invita a un cantor de gestos alocados y voz firme, con personalidad. Luego Constanti pide un guitarrista o un bajista. Convoca a un músico con la misma urgencia con la que alguien pediría un médico en la sala. Desde las mesas brotan los guitarristas y bajistas y la música sigue sonando toda la noche. El resto de la semana hay funk, soul, ritmos caribeños y un género tan inabordable como rico al que definen como "músicas mestizas".

Sello de identidad

La chanson nació en la Edad Media y luego fue desarrollada en los cabarets, con una fuerte crítica social y política. Con el tiempo, se usó la palabra para denominar a la obra de los cantautores. La melodía en la voz superior. La voz con gravedad y estilo. Los textos con peso.

Esas son algunas de las características de este género que cultivaron Edith Piaf y Serge Gainsbourg, entre muchos otros. Cuenta la leyenda que la madre del "Gorrión de París" afrontó el parto sola. Salió a la calle con fuertes dolores, pero no consiguió llegar al hospital. Su beba nació en la calle el 19 de diciembre de 1915, debajo de una farola y frente al número 72 de la calle Belleville.

En el antiguo barrio funciona Le Vieux Belleville, un viejo restaurante parisino consagrado al recuerdo de aquellos viejos cancionistas. El menú es sencillo y está escrito en grandes pizarras; las mesas son compartidas y están vestidas con esos manteles de picnic a cuadros rojos. Cuando la cena está terminando, comienza la música.

Puede salir Minelle, una mujer que canta bellísimo y toca un melancólico acordeón mientras camina por las mesas. O Riton, un hombre dándole cuerda a un viejo organillo. En cualquier caso, las canciones serán esos viejos himnos franceses. Alguien comienza a repartir las letras impresas de las canciones. Es tan lindo cantar todos juntos, aunque no nos conozcamos. Aunque uno no hable francés, es lindo repetir estas palabras: "Non, rien de rien, non, je ne regrette rien. Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal. Tout ca m'est bien egal" ("No, no me arrepiento de nada. Ni del bien que me han hecho ni del mal. Todo eso me da lo mismo"). A un costado, se ve una preciosa fotografía de la Piaf -se le hace un homenaje allí todos los martes- en pleno show: los brazos abiertos, el gesto de darlo todo, la voz desgarrada... Como si la imagen fuese a salirse del cuadro para sentarse en este comedero a cantar con nosotros.

A orillas del Sena

La música no sólo está en los bares, pubs y restaurantes. También vive al aire libre, con sus músicos callejeros, como alguna vez lo fue la Piaf.

En el bello Puente Saint-Louis, que une las islas de la Cité con la Saint-Louis en el IV Distrito y desde el que tiene una de las vistas más exquisitas de la ciudad, suelen estar los encantadores músicos que forman Calamity Jazz. El quinteto busca recrear el espíritu de las bandas de los años 20 y 30. Y lo logran tan bien... Tienen un gran swing, suenan a esa música vieja -en blanco y negro- de Clarence Williams y Duke Ellington y dibujan una sonrisa en los que estamos sentados en la vereda. Otra opción es darse una vuelta por las inmediaciones de Notre Dame, donde se reúnen algunos percusionistas que hacen magia con el udu, un instrumento africano similar a una vasija. El efecto del sonido es hipnótico y resulta imposible no detenerse unos minutos.

Pasa. En algún momento del viaje, sucede. Con la brisa del Sena soplando en la cara, con un día glorioso de sol en París, seguramente alguien pasará por nuestro lado. Y cantará esos versos que dicen que la vida, aunque sea por un rato, es color de rosa.

Por Diego Jemio / Suplemento Viajes del diario Clarin

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