08/12/2015

Había una vez

Pocas palabras abren de tal manera la mente y el corazón predisponiéndolos a recorrer mundos, escenarios, acontecimientos, a encontrarse con seres impensables y, aun así, posibles

Había una vez. Pocas palabras tienen el poder de estas tres. Pocas palabras abren de tal manera la mente y el corazón predisponiéndolos a recorrer mundos, escenarios, acontecimientos, a encontrarse con seres impensables y, aun así, posibles.

Pocas palabras, como estas tres, dan cuenta de la continuidad de la vida, de la sucesión de los ciclos, de la existencia de la memoria. Pocas palabras nos dicen, como éstas, que estamos hechos de tiempo, que fluimos, que somos parte de algo que es mucho más que la suma de sus partes.

No importa qué sigue después de "había una vez". Lo que afirman estas palabras es que la historia no empieza con nosotros, que no somos árboles sin raíces. Los árboles sin raíces no tienen cielo, tienen techo. El cielo es apertura, continuidad, totalidad. El techo es límite, final, interrupción. Cada vez más, hoy, las personas se decretan a sí mismas árboles sin raíces.

Cuanto más jóvenes, en general, menos le interesa a las personas de dónde vienen, creen de veras que su existencia y el mundo en el que viven habrían sido posibles sin la presencia previa de otros. Se ríen de quienes alguna vez vivieron sin teléfonos celulares o sin computadoras, sin IPods o sin MP3. No alcanzan a pensar que, para que estos artefactos de conexión fueran posibles, alguna vez alguien debió comunicarse con señales de humo, con tambores, con telégrafos, con cartas. Creen que la función de la existencia empezó cuando ellos abrieron los ojos y, del mismo modo, piensan que acabará cuando exhalen su aliento final. Reemplazan el "había una vez", testimonio de continuidad y de memoria, por el "fuiste", mutilador, empobrecedor y terminal.

Al inaugurar la Feria del Libro de Austria, en Viena, en 1977, el gran pensador y psicoterapeuta Víktor Frankl dio un bello y memorable discurso acerca de la posibilidad de la sanación por medio de la lectura. Y lo acompañó de casos en los cuales un libro, un texto, un relato (que acaso comenzaba con "Había una vez") habían salvado la vida de personas, las había alejado de ideas suicidas, les había permitido entender la necesidad de construir una vida con sentido.

En su libro Psicoterapia y Humanismo , dice Frankl: "Los escritores que atravesaron el infierno de la desesperación, que experimentaron la aparente carencia de sentido de la vida, pueden ofrecer su sufrimiento, por medio de la escritura, como un sacrificio en el altar de la especie humana. Sus revelaciones ayudarán al lector que sufra idéntico estado a superarlo".

Esa magnífica posibilidad requiere del "había una vez", porque "había una vez" significa que eso que fue ya no es, que ahora (cuando lo leemos o escuchamos) estamos en otro momento, pero que todo es narrable en tiempo pasado, que todo es recuperable y comprensible por medio de esa narración, y que el presente, a su vez, será la materia narrativa del futuro.

Que hay vida, que la vida es continuidad y que los vivientes somos, como las olas del mar, esencialmente agua. La ola es una forma específica y transitoria del mar, pero el mar, en tanto agua, es eterno.

Para entender esto, que puede sacarnos del ensimismamiento individualista, que puede despertarnos del sueño del puro presente sin raíz y sin para qué, que puede devolvernos la noción de que somos condición necesaria para dar sentido a la vida de los que fueron y dar materia a la vida de los que serán, es necesario recuperar el poderoso significado de estas tres palabras: había una vez.

Esta es una responsabilidad colectiva. Como especie tenemos un deber. El de narrarnos. Contarnos los unos a los otros, convertirnos por medio de la narración (oral, escrita, leída) en puentes que comuniquen nuestros universos personales y trasciendan en el universo que nos contiene a todos.

El escritor rumano Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz en 1986, lo sintetiza de un modo simple y hermoso: "Dios hizo al hombre porque adora los cuentos", escribe en The Gates of The Forest . No podemos, entonces, traicionar esa razón. En cierto modo, cada uno a su manera, cada quien con sus propias herramientas, hemos venido a este mundo a contar, a contarnos los unos a los otros.

Pero esto tiene un requisito previo. El de vivir, el de estar presentes en nuestra existencia, el de comunicarla con la de los otros. Aislados de nuestros semejantes, dopados por una conexión tecnológica que nos desconecta, ansiosos por correr al ritmo que nos imponen para no quedar "desactualizados", embotellados en minúsculas y empobrecidas existencias cercadas por el temor al "fuiste", queda muy poco para contar.

Si creemos que no hay narración anterior a nosotros y que no habrá otra posterior, si todo es sólo presente (sin la raíz del pasado y sin la fronda del futuro alzándose al cielo), entonces nada importa. Nada debe ser cuidado ni respetado. Nada nos ha sido legado, nada legaremos. Egoístas y aislados nos dedicaremos a consumir el mundo, a depredarlo, nos iremos quedando sin narración y sin palabras.

Octavio Paz escribió alguna vez estos versos: "Soy hombre: duro poco/ y es enorme la noche / Pero miro hacia arriba:/ las estrellas escriben. /Sin entender comprendo: / también soy escritura/ y en este mismo instante/ alguien me deletrea".

Había una vez un poeta que se llamaba Octavio Paz, y está vigente y presente en esas y otras palabras. Pocas son tan poderosas como "había una vez". Abren el mundo, lo continúan, lo ratifican, confirman la vida. Son esenciales.

Después, hay muchas más. Nuestro idioma tiene aproximadamente 85 mil. No usamos más de mil. La mayoría de los jóvenes está hablando (cuando hablan, en lugar de simplemente emitir onomatopeyas) con no más de 300. Es necesario que empecemos a contar, a narrarnos, a convocarnos para seguir despertándonos con el "había una vez".

Hay mucho para decir, mucho para escribir, mucho para leer. Estamos a tiempo. Virginia Wolf, que algo sabía de estas cosas, escribió en La Torre inclinada : "A veces he soñado que, al amanecer del día del Juicio Final, cuando los grandes conquistadores, legisladores y hombres de Estado acudan a recibir sus recompensas -las coronas, los laureles, las lápidas con el nombre indeleblemente grabado en mármol imperecedero- el Todopoderoso, cuando nos vea llegar a nosotros con nuestros libros bajo el brazo, se dirigirá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia: "Estos no necesitan recompensa. Aquí no hay nada que les podamos dar. Son los amantes de la lectura".

Los amantes del "había una vez". Los amantes de la memoria. Los amantes del fluir de la vida.

Por Sergio Sinay | Fuente: http://www.sergiosinay.com

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